El lunes pasado se celebraba el día de Todos los Santos, una conmemoración religiosa por los difuntos que gozan de la vida eterna ante Dios, a la que se han sumado creyentes y agnósticos porque toda jornada no laborable gana adeptos. Pero las ganas de fiesta se acaban cuando uno analiza el coste que supone morirse, dándose cuenta de que hasta la muerte es un negocio y que la comodidad para los cadáveres difiere mucho entre ricos y pobres. O dónde resida la víctima.
Me acordé de mis familiares difuntos, pero a mí, que a veces soy retorcida buscando enfoques con aristas, me vino el susto y hasta la sensación de carga al pensar el marrón que les dejaría a mi familia si fallezco. Una vez me llamaron de una empresa de seguros de decesos (más que sinónimo parece eufemismo) y la agente intentaba convencerme para contratar el servicio con el argumento de lo caro que sale un entierro. Yo le dije que muerta, me daba igual el coste y dónde echaran mi cuerpo, pero ahora lo reflexiono con datos y a una hasta le asalta el sentimiento de culpa por morirse. Porque, según el artículo 1.894 del Código Civil, los gastos del sepelio los tendrá que asumir el cónyuge, los ascendientes o descendientes, o los hermanos, en este orden.
Sepan que el sector funerario facturó 1.565 millones de euros en España en 2019. Y hablamos del año prepandémico. La media por funeral fue de 4.500 euros, pero el precio cambia según el código postal. Un informe de la OCU, publicado hace una semana, analiza el coste de entierros básicos e incineraciones en 29 ciudades españolas: Vigo, la más cara, con 6.000 euros, y Zaragoza, la más barata, con 2.500. Palma en medio, con 3.600.
Lo aterrador es que el sector está copado por un oligopolio, en el que cinco empresas superan una facturación de 50 millones de euros cada una y otras 17 sobrepasan los 10 millones. Empresas que tejen un entramado con hospitales y residencias. La contratación es casi automática, quizá para facilitar los trámites de familiares sumidos en la desesperación y la tristeza ante una pérdida irreparable, pero con claro fin oportunista y lejos del altruismo. Algunas funerarias tienen hasta su stand en los centros sanitarios, como si fuera una feria. En Barcelona, donde solo hay tres alternativas funerarias para una ciudad con una mortalidad disparada y con una natalidad que registra la cifra más baja de los últimos 50 años, el Ayuntamiento ha retirado la presencia de las funerarias en los hospitales y a partir de esta medida ha pasado de ser la ciudad más cara del país donde morirse a situarse más o menos como Palma.
También los precios públicos de los cementerios varían según el topónimo: un nicho cuesta 250 euros en Sevilla y 1.700 en Madrid. Los datos demuestran que morir tiene un precio alto y ya no sólo depende de la capacidad económica de las familias y la pompa que quiera darse al familiar en su despedida eterna. Porque la muerte es un negocio.