Con el volcán de La Palma ocurre algo novedoso: una tragedia que, de momento, no es culpa de nadie. La tendencia es que cualquier desgracia tenga su culpable, como una forma de exorcismo contra el destino. Se puede hacer un repaso mental de cualquier desdicha más o menos reciente. En un corto periodo de tiempo, el debate público oscila de la compasión a la búsqueda de algún responsable y emerge rabia. Ante un volcán y sus caprichos no hay fuerza humana que oponer y por tanto, no hay responsabilidad posible.
Es una tragedia sin más. Desde cierto punto de vista cultural es un regreso al pasado, a la ética de la resignación y de vivir en un valle de lágrimas. El paso de ese extremo al contrario ha sido cosa de pocas generaciones, apenas un par de ellas. De repente, todo es culpa de alguien por imprevisión, omisión o imprudencia, por imprevisible que fuera el suceso. Esa perspectiva implica borrar el azar de la existencia. Las consecuencias no solo afectan a lo público sino también a lo persona. Cualquier cosa que le pasa a uno, sea buena o mala parte del comportamiento seguido por alguien.
La responsabilidad del éxito o el fracaso es personal, lo mismo que la de la tragedia es de algún colectivo, gobierno o institución. Hace unas semanas se descubrió el cambio de dos bebés en un hospital. Una pasó de tener una familia convencional a crecer en un entorno desestructurado. Una vida desgraciada. Evidentemente por culpa de un error humano. Lo que no se podía soslayar es que, sin ese fallo, la existencia miserable le habría tocado igualmente a otra persona.
El cambio de identidad no provocó el sufrimiento de una infancia atroz, sólo cambió el sujeto que lo padeció. El desastre del volcán trae de vuelta el destino como causa de la desgracia. A los afortunados que no lo padecen solo les queda solidarizarse con los afectados y sentir alivio.