Hace ya varios años que el mundo tal como lo conocíamos murió. Quizá fue a raíz del 11-S, que nos cambió para siempre, tal vez después de la megacrisis de 2008. El caso es que el mundo laboral, de los negocios y del empleo apenas se parece ya en nada a lo que vivieron nuestros padres y abuelos. Todavía sobreviven empresas como las de antes, por supuesto, pero me temo que ya no tendrán una renovación generacional. Aquello de convertirte en asalariado y aspirar a construir una carrera profesional sólida que dure toda tu vida ha desaparecido. Solamente se aferran a este sistema obsoleto los organismos oficiales, que tienen la varita mágica para crear funcionarios que gozan de ese privilegio para siempre. Por un único y clarísimo motivo: no los pagan ellos. Haya o no productividad o rentabilidad, la cosa pública la sostenemos otros. Y así debe ser, al menos en los sectores estratégicos que garantizan progreso y calidad de vida: sanidad, educación, seguridad, transporte, conectividad. Para el resto de los mortales el universo laboral se ha convertido en un medio hostil, donde solo sobreviven los más fuertes, rápidos y listos. Lo vemos todos los días aquí y allá, en cualquier rincón salta la trampa, para que quien arriesga dinero tenga todas las de ganar y quien solo tiene como medio de subsistencia su fuerza de trabajo –el obrero– se las vea y se las desee para conseguir cierta estabilidad, un sueldo digno y condiciones aceptables. Luego nos preguntamos por qué la mayoría de los jóvenes desean ser funcionarios. El pasado mes de mayo el Gobierno redactó una ley para evitar los abusos de las compañías de reparto que contratan a falsos autónomos. Acaba de entrar en vigor y el resultado más inmediato es que miles de repartidores –riders– se han ido a la calle. Esa es la calidad del empresariado español. Solo dos empresas han tomado la decisión de incluir en su plantilla a un pequeño porcentaje de sus obreros. El resto ha optado por externalizar ese servicio. Y es que esta es la tónica del siglo XXI: sálvese quien pueda y búscate la vida. Consecuencia directa de unos sindicatos que aún nadan en el siglo XIX y de unos gobernantes que están desorientados o, directamente, perdidos. Sin empresarios no hay riqueza, señores, pero con empresarios como estos me temo que tampoco.
La trampa servida en bandeja
Amaya Michelena | Palma |