Balears revive, desde hace ya unos años, una nueva explosión inmobiliaria. Los inversores, en especial del norte de Europa, se han fijado en Palma y Mallorca como puntos en los que fijar su nueva residencia; temporal o permanente. Las buenas conexiones con el resto de Europa, el clima y unos precios asequibles en relación con el poder adquisitivo de los futuros compradores son factores determinantes en esta situación de privilegio. En este contexto es fácil que en cualquier conversación salgan a colación tanto la venta de algún piso o casa por parte de un residente y, por supuesto, la ventajosa contraprestación económica recibida por la operación. Esta dinámica esconde, a medio y largo plazo, unas consecuencias de enorme calado social; y no precisamente buenas.
El fin de la especulación.
Es cierto que resulta difícil rechazar algunas ofertas, incluso millonarias, en lo que en apariencia es una magnífica operación. Sin embargo, y en eso la coincidencia es generalizada, se asume que por el importe recibido el residente ya no puede acceder a un inmueble de parecidas características del que se acaba de desprender. La rueda especualtiva ha llegado a su fin, se ha tocado el techo y ya sólo cabe esperar una pérdida de contraprestaciones; la despatrimonialización es una realidad que obliga a sosegar el ánimo y calcular si el brillante negocio actual puede ser la ruina del mañana.
La cautela y la reflexión.
Las exitosas compraventas de años atrás son cada vez más insólitas, el mercado inmobiliario ya no produce los pingües beneficios a los que se habían acostumbrado algunos; ahora la venta de pisos y casas requiere una mayor justificación –respetando siempre la libre decisión de los propietarios– si no se quiere dejar a las próximas generaciones sin el escudo protector que fueron durante siglos. La sociedad mallorquina corre el riesgo de acabar en el futuro como mera evocadora de su realidad actual.