El presidente de Rusia, Vladímir Putin, ha dado orden de lanzar el asalto definitivo a la acería de Mariúpol a pesar de que en su interior todavía haya centenares de civiles. El ataque contradice las manifestaciones del propio dirigente ruso de apenas unos días atrás y pone en evidencia la dirección caótica de una guerra que no debía haber comenzado nunca. El Kremlin da muestras de desesperación ante un conflicto que se está prolongando más de lo previsto; la contundencia se impone como estrategia bélica desde Moscú.
La ayuda occidental.
Ninguna de las variables que debía manejar Putin antes de lanzar la ofensiva contra Ucrania se está cumpliendo, en primer lugar por la tenacidad del pueblo ucraniano y la preparación de su ejército. Además, las aportaciones de material y equipamiento bélico refuerzan la capacidad de las tropas de Zelenski que cuentan con adiestramiento con material sofisticado y la complicidad de los servicios de inteligencia occidentales. Todo este escenario explica la necesidad perentoria de Rusia de ofrecer alguna victoria ante sus ciudadanos, aunque sea aplastando la acería de Mariúpol tras semanas de asedio.
Una guerra errática.
La ausencia de un objetivo claro en esta guerra por parte de Vladímir Putin, que en principio parecía obsesionado con la conquista de Kiev, ha generado esta situación en la que la impresión es que Rusia improvisa las ofensivas mientras sus reservas de material ya escasean. Los expertos ya apuntan a que el colapso del conflicto es un peligro real, la entrada en un callejón sin salida; un bloqueo que cronifique el enfrentamiento ya que nada hace suponer que Ucrania ceda y menos si se mantiene el apoyo occidental. La gran cuestión es durante cuánto tiempo podrá contener Putin el previsible descontento en su país por la evolución de la guerra. En ello va su supervivencia.