El anuncio de una nueva variante del virus de la COVID-19, identificada como ómicron, detectada en Sudáfrica aunque hacía días que ya circulaba en Holanda, ha desatado un rosario de medidas restrictivas por parte de numerosos países occidentales que, al menos por el momento, contradicen la opinión de los expertos. Las informaciones científicas contrastadas hablan de un virus con una capacidad de contagio elevada pero con una afección mucho más leve que mutaciones anteriores, como lo fue la cepa llamada delta. Resulta inevitable insistir en que la clave para frenar o atenuar el impacto de la COVID-19 no es otro que ampliar la vacunación y reactivar las medidas de prevención.
Opiniones científicas.
Resulta llamativo el hecho de que muchos gobiernos han tomado decisiones unilaterales de cierre de fronteras y de suspensión de vuelos sin escuchar la opinión de los científicos. El Ejecutivo español también se ha sumado a esta dinámica. La escalada genera más intranquilidad en la sociedad y golpea unas economías todavía muy lastradas por la crisis. España está esquivando el colapso sanitario gracias, en buena medida, a la importante tasa de vacunación de la población por encima del 80 %; un dato que por desgracia no puede generalizarse en el seno de la Unión Europea. La prudencia en la adopción de medidas, siempre recomendable en materia sanitaria, no es incompatible con el apoyo de la ciencia.
Esfuerzo internacional.
Europa y el resto de países desarrollados deben propiciar la llegada de las vacunas a África y al resto de países con dificultades. La interconexión mundial provoca que no hay ningún territorio aislado al avance de un virus que trata de sobrevivir; un proceso natural que está asumido en el caso de la gripe. Es probable que la ómicron no sea la última variante del coronavirus. Lo trascendental es que poco a poco vaya perdiendo letalidad. Y se está logrando.