Este sábado, se cumple el 35 aniversario de la caída del Muro de Berlín. Y es que el tiempo pasa de rápido que es una barbaridad. ¡35 años y parece que fue ayer! La caída de la infame infraestructura fue una sorpresa para todos. Fue un dicho y hecho, ya que el 8 de noviembre de 1989 nadie se podía imaginar que al día siguiente el Kremlin arriaría banderas en lo que eran países de su órbita política –el Telón de Acero, se le denominaba–, entre los que se encontraban Yugoslavia, Checoslovaquia, Hungría, Rumania, Bulgaria, Albania y Berlín Este.
Previos
Cuatro o cinco semanas antes a este acontecimiento, Carlos Agustín, Pep Roig y servidor –es decir, dos redactores y un fotógrafo–, habíamos organizado un viaje en coche recorriendo Europa, de sur a norte, para preguntar a los europeos qué opinaban de Mallorca como destino turístico. Pues bien, ninguno de los tres nos imaginábamos no solo lo que iba a ocurrir, sino que, además, lo que íbamos a vivir nosotros mismos.
La caída nos sorprendió en pleno viaje, estando ya en Alemania, camino de Dinamarca, a unos 150 kilómetros de Berlín. Veíamos los viejos Trabant –los coches de Berlín Este, con carrocería de duroplats y capacidad para cuatro personas– circulando por la autopista. «Es que hoy –nos contó el gasolinero del puesto de servicio donde repostamos–, les han dado permiso para salir de Berlín Este».
De la caída del Muro nos habíamos enterado en la víspera, a través de la radio del coche, un Suzuki, al que bautizamos como el amigo japonés, que nos prestó el padre de Rosario Nadal, concesionario de dicha marca. «¿Y por qué no vamos a Berlín? –propuso Pep Roig, tras repostar–. Total, mañana es domingo, es decir, día en que, como todo está cerrado, no tenemos prevista ninguna entrevista…».
Frente al Muro
Pues venga, volantazo, ¡y a Berlín! Allí llegamos al anochecer de aquel sábado, tras pasar por los controles rigurosos de los rusos y norteamericanos, instalándonos en un hotelito no muy alejado de la Puerta de Brandemburgo. Y al día siguiente, a primera hora, los tres estábamos frente al Muro, convertido en una especie de museo al aire libre, más o menos a la altura de donde estaba la pintura del beso de Brézhnev con Honecker.
Ahí estábamos Carlos con la cámara en ristre y nosotros dos viendo lo que ocurría a nuestro alrededor, que no era poco. Por ejemplo: abrazos de berlineses del Este, que acababan de saltar el Muro, con berlineses del Oeste, seguramente familiares suyos, separados durante veintiocho años por aquella enorme mole de piedra y cemento construida durante la noche del 13 de agosto de 1961.
Luego nos quedamos contemplando las torres de vigilancia levantadas en Berlín Este, desde las que los volkspolizai disparaban a matar a todo aquel que intentara huir, lo cual no era fácil, pues tenían que saltar su valla, recorrer unos cien metros de tierra de nadie, saltar la otra valla y así conseguir la libertad. Pero muchos se quedaron en el camino, tiñendo de rojo la nieve que separaba ambos lugares.
El último pitillo
Tras fumarme el último pitillo de mi vida, pues no sé qué me pasó, tal vez la emoción de vivir aquel momento histórico… ¡O yo que sé! Lo cierto es que decidí no volver a fumar y así ha sido hasta hoy. Pues bien, tras fumarme el último pitillo, decidimos pasar a la otra parte a través del mítico Chekpoint Charlie, para lo cual tuvimos que pasar los controles alemanes y rusos. ¡Y ya estábamos dentro! ¿Y a quién diréis que nos encontramos saliendo de una librería que estaba en frente de la salida del paso? ¡A Gabriel Janer Manila! Y es que el mundo es un pañuelo. Apenas hablamos unos minutos con él. Si mal no recuerdo, había comprado un libro, diciéndonos que probablemente escribiría algo sobre este acontecimiento y... Pues que de prisa, de prisa, a pie, nos acercamos a Alexander Plazt, posiblemente la plaza más conocida en el mundo, escenario de mil acontecimientos, además de sancta sanctorum de los nazis…
Estuvimos hablando con berlineses de esa zona. Todos anhelaban dos o tres cosas: ellos, tener unos pantalones vaqueros y unas zapatillas de marca; ellas, ropa interior como las de las que usaban las mujeres de Berlín Oeste, y ambos, un Wolkswagen golf, a ser posible descapotable.
Seguía la mentalidad del Este
Recuerdo que almorzamos en un restaurante muy al estilo berlinés del Este, es decir, sin lujos, con un mantel sobre la mesa lleno de lamparones y migas de pan, con camareros más lentos que una tortuga con reuma, con comida cuartelera… Y a la hora de pagar, rechazaron los dólares y los marcos, exigiéndonos marcos del Este. «No tenemos de esa moneda», les dijo, en inglés, Carlos. «Pues vais al banco y que os cambien», le replicó la mujer con pinta de comisaría política. Total, que Carlos se fue a buscar un banco, regresando media hora después con el dinero alemán del Este. Sin más, pagamos y nos largamos. Tras darnos una vuelta por Alexanderplatz, regresamos al Chekpoint Charlie, pues se estaba haciendo tarde y queríamos llegar a Copenhague por la noche. Pero, como hacia bastante frío, paramos en unos grandes almacenes, donde vimos que reinaba el desorden por todas partes y que las dependientas no nos hacían caso. Vamos, que les daba igual que quisiéramos comprar algo, pues compráramos o no, ellas ganarían lo mismo. Y es que aunque desde dos días atrás Berlín Este ya no era Berlín Este, la mentalidad del Este seguía prevaleciendo.
Un viaje trae otros viajes
Tras ese viaje, mes y medio después, Pep y yo, además de Fabio, hicimos otro a los países del antiguo Telón de Acero. Y fue en coche también, recorriendo Checoslovaquia, Hungría, Rumania y Bulgaria. Y al año siguiente, con Pep y Joan Torres, regresamos a Berlín, donde las cosas habían cambiado bastante. Y es que eran otros tiempos. Era otra forma de hacer periodismo...