La historia de la teja alomada, llamada árabe pero que realmente tiene su origen en el imperio romano durante el siglo IV, no ha cambiado mucho. Que se lo digan a Miquel Torres Bordoy, maestro ceramista, la tercera generación de una familia que lleva más de cien años trabajando con el barro en la localidad mallorquina de Campos.
En la tejera Can Benito, Miquel ha pasado casi toda su vida. Desde hace años es el gerente de una aventura incierta. «El primer día que entré en el taller de mi padre tenía 16 años. Al principio no me atraía nada, incluso me daba repelús tocar el barro. Yo quería ser cocinero», confiesa este hombre, que por edad ya debería estar jubilado, que cada día llega a la fábrica nada más amanecer. Poco a poco le cogió el gustillo al oficio artesano que comenzó su abuelo Miquel hace ya más de un siglo.
De macetas a piezas para la Sagrada Familia
Aquella Mallorca que pasaba del siglo XIX al XX poco tiene que ver con la de hoy. Quizá se mantengan los olivos, los almendros, los muros de piedra en seco, la sierra de Tramontana, el Mediterráneo… y también Can Benito. El abuelo de Miquel ya fabricaba piezas de cerámica, macetas, bovedillas, cazuelas o tejas, productos de uso cotidiano que se vendían en el municipio. «Los hijos de Miquel, mi padre y sus hermanos, llegaron a tener tres fábricas enfocadas en el negocio de la construcción. Había otras muchas en la isla».
Cada quince días entra un camión con más de treinta toneladas de arcilla recién sacada de una cantera a pocos kilómetros de Can Benito
En los setenta y ochenta llega el boom del turismo masivo; visitantes peninsulares y extranjeros, atraídos por la belleza de sus parajes, comienzan a adquirir terrenos y viviendas, la demanda de construcción crece. «Una fábrica pequeña y artesanal –admite Miquel– no podía competir con las fábricas de cerámica industriales y automatizadas. A la isla llega mucho material y más barato. Tenía que buscar algo que nos diferenciara, algo que no se pudiese hacer con las máquinas». Y es cuando decidió especializarse en azulejos artesanos para decoración, también esmaltados, y no abandonar la teja mallorquina. «Y nos ha ido bien».
Miquel Torres lleva a gala ser mestre artesà teuler nº 198 (maestro artesano de la teja), pero más aún haber podido conservar el negocio familiar donde trabajan 14 personas de distintas procedencias –España, Bolivia, Ecuador o norte de África– que logran sacar cerca de 1.400 tejas a la hora cuando hay hornada, además de los trabajos vinculados con la cerámica decorativa. Su experiencia se ha visto plasmada en goterones para la Sagrada Familia y pavimentos de la casa de Gaudí en la ciudad de Barcelona, la cubierta de la Lonja de Palma o la recuperación de los balaustres de la finca Raixa, una espectacular posesión ajardinada de estilo italiano también en Mallorca.
En cada hornada caben 18.000 tejas, que se introducen cuidadosamente a mano
«En la fábrica estoy muy a gusto pero cuando surgen estos trabajos tan complicados me siento aún mejor. Hasta puede parecer que pierdo mucho el tiempo. Para las piezas de la Sagrada Familia estuve entre 5 y 6 meses probando, haciendo muestras, antes de confirmar que podía hacerlas. Es la mejor manera de transmitir el valor de lo que hacemos», cuenta Miquel.
Proceso ancestral y sostenible
El trabajo luce, pero hay mucho más en el interior de la tejera. Cada quince días entra un camión con más de treinta toneladas de arcilla recién sacada de la cantera, una materia prima que proviene de la localidad de Petra, antes también de Vilafranca de Bonany o Felanitx, todos ellos municipios situados a menos de 30 minutos en coche. Del remolque pasa a una molienda donde se convierte en polvo fino, se tamiza y se guarda en un silo de donde saldrá para ser mezclado con agua y así convertirse en barro para ser cocido. El barro cocinado ha sido testigo de cómo ha evolucionado la humanidad. Lo fueron aquellas vasijas de la revolución neolítica y las coberturas para casas que se endurecían con llama viva antes de la invención de los hornos de cocción en Mesopotamia o en el norte de África.
El horno moruno contribuye a la sostenibilidad porque utiliza biomasa como combustible: cáscaras de almendra y restos de poda de los bosques
«El proceso sigue siendo simple y ancestral. Hace décadas solo en Vilafranca había catorce tejares, en Campos otros cuatro… pero han ido cerrando. Ahora sólo funcionan cinco en toda la isla. Los tejares tenían sus propias canteras, ahora es imposible», explica el gerente de Can Benito.
El horno moruno –llamado así por su origen árabe– es uno de los que funciona todavía en Can Benito. Tiene casi medio siglo. Es un habitáculo enorme, ennegrecido por el calor. A mano, los operarios introducen y colocan cuidadosamente más de 18.000 tejas de barro. Son las que caben en cada hornada. La cocción de la arcilla se produce con biomasa en bóvedas situadas debajo de las tejas. «Como combustible usamos cáscara de almendra y restos de poda de los bosques. Es la forma de contribuir a la sostenibilidad del proceso pero también tenemos que ser honestos, cocer con gas natural elevaría tanto el coste que no sería rentable. Con la arcilla kilómetro cero y el uso de biomasa reducimos la huella de carbono», asegura Torres.
«Estoy buscando cómo hacer que siga viva la empresa, yo la heredé y no la quiero ver cerrada»
La teja mallorquina es diferente del resto precisamente por el uso artesano y manual del horno moruno. «Si se cuecen en un horno continuo, todas las piezas salen idénticas; las nuestras, al cocerse con biomasa, dejan marcas en la tonalidad, si se pasa de humo cambia un poco hasta el color», explica el nieto del fundador. Por eso, en los enormes estantes de secado parece que no hay dos tejas iguales. Otra característica de las tejas de Can Benito es que aguantan muy bien las heladas del invierno.
«Los amigos de mi edad me preguntan por qué vengo a la fábrica todos los días. Soy así»
Por otra parte están los azulejos, los de color barro y también los esmaltados, la línea de negocio más rentable para la continuidad de esta empresa familiar. «Cuando me hice cargo de la empresa traje a un técnico de la península que trabajó conmigo casi tres años, era un buen profesional que me enseñó mucho y que ayudó a la evolución de Can Benito», admite Miquel Torres. En la época en que se compraban muchas casas antiguas para su rehabilitación, la gente quería incorporar baldosa mallorquina esmaltada en baños y cocina, baldosas hechas a mano. «Ahora, además de rehabilitar piezas antiguas como florones (rejillas) de ventilación, muchos arquitectos llegan aquí con sus diseños propios para suelos y paredes. Nosotros podemos fabricar 5.000 baldosas con un diseño personalizado, para una fábrica grande y automatizada no sería rentable», añade.
«Heredé la fábrica y no la quiero ver cerrada»
El desafío más acuciante para Can Benito es su continuidad. A la edad de Miquel se añade que «mi única hija no está interesada, estudió y quiere trabajar en lo suyo. Estoy buscando cómo hacer que siga viva la empresa, yo la heredé y no la quiero ver cerrada», reconoce el actual gerente.
«De las cinco fábricas de cerámica que todavía funcionan en la isla, no creo que sobre ninguna»
En la fábrica hay varios empleados que llevan muchísimo tiempo y conocen el oficio. «Siempre digo que cuando una fábrica artesanal cierra, no habrá otra que se abra, se pierde. Si dejamos de existir, habrá muchas piezas tradicionales que no se podrán recuperar en un momento en que las leyes buscan la conservación del patrimonio. Por eso, creo que todavía somos necesarios». Miquel pone el ejemplo de los balaustres de las escaleras de las casas señoriales. «Hemos decidido sacar matrices de las piezas antiguas que nos traen para rehabilitar y así intentar que no se pierdan y que podamos fabricarlas más adelante», dice.
De las cinco fábricas de cerámica que resisten en la isla «no creo que sobre ninguna –afirma Miquel– porque hay demanda. No llegamos a hacer ni el 10 % de la teja que se usa en Mallorca, la mayoría llega de fuera de la isla. Si hay voluntad por utilizar productos de aquí, de kilómetro cero, los tejares no tendrían que desaparecer».
Torres da el visto bueno a un palé de baldosa decorada para rehabilitar un apartamento en EE. UU. y nos muestra pequeñas piezas de barro para pavimento de obras públicas como escuelas y otras instalaciones. «La negociación para que la empresa siga va bien, aún sabiendo que el traspaso del negocio de padres a hijos es más sencillo…». A Miquel Torres le gusta estar al tanto de todo lo que ocurre en la fábrica. No aparenta 68 años, por eso está dispuesto a seguir un poco más. «Los amigos de mi edad me preguntan por qué vengo a la fábrica todos los días. Soy así». Eso sí, cuando puede se escapa, coge su caña de pescar y se marcha al sur de la isla con su barquito «a intentar pescar besugos». Es su manera de desconectar. Bueno, y haciendo paella mallorquina.
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