Ángel García no guardaba hasta ayer ninguna foto con su abuelo, pero sí una ristra de recuerdos, cuentos y leyendas que él le contó durante todas las vacaciones escolares que pasó con él en Guardo, Palencia, a más de 1.000 kilómetros de altitud. Historias de duendes, diablos o puertas al infierno que ha plasmado en Cipriano, mi hermano y yo (Editorial Círculo Rojo), su primer libro de relatos.
¿Cómo surgió la idea de escribir este libro?
Hace unos meses durante una comunión con toda la familia de noche, hablábamos de temas de antiguo. Tenemos una edad en la que todo es recordado. Como todos estamos lejos, siempre recuerdas cosas. Historias de mi abuelo, de todo lo que nos contó. Hace 55 años él era vaquero y vivíamos en chozas. No había lujos, ni electricidad, ni nada. Te levantabas y acostabas con el sol. Nos contó historias y leyendas que a él le explicaron durante toda su vida.
¿Cómo era Cipriano?
Era un hombre de campo. Pasó toda su vida allí. Sabía miles de historias, pero era seco. Tuvo nueve hijos, mi madre era la última. Yo he visto como, ya teniendo hijos casados, hasta que él se sentaba en la mesa, no se sentaba nadie. Y el que llegaba tarde no comía. Era muy estricto pero muy buena persona. Cada vez pienso más en él.
¿Cual es la primera anécdota de él que le viene a la cabeza?
Tenía unos nueve años y había un roble enorme y a unos cuatro o cinco metros de alto un gran agujero donde se encontraba un panal de abejas. Para los críos, el dulce es el dulce. Yo era muy valiente pero a la vez muy cobarde, así que subió mi abuelo. Fumaba Ideales y como era perro viejo echó el humo de los cigarros por el agujero y eso adormeció a las abejas. Como si fuese un antimosquitos. Luego sacó un trozo de panal y lo compartió con nosotros. Mi hermano estaba despistado y no vio la jugada del tabaco. ¿Qué hizo? Metió la mano y te puedes imaginar lo que pasó. Todo lo que subió deprisa bajó cuatro veces más rápido con el morro y el ojo morados de las picaduras.
El lobo tiene un papel importante en el libro.
Mi abuelo lo veía como un animal dañino, pero sabía que tenía que estar allí. Siempre decía que ellos llevaban allí mucho más tiempo que nosotros. Éramos nosotros los que nos habíamos metido en su terreno. No le tenía miedo pero sí respeto. Nunca le vi tener miedo a nada. La única vez que le vi llorar, a escondidas, fue cuando a ‘Moro’, su perro, lo mataron los lobos. Cuando estuvo enfermo, le daba ponche y filetes de ternera, imagínate.
¿Cómo recuerda esa época?
De coña, hablando mal. Estaba interno en el colegio La Salle de Madrid y siempre esperaba que llegaran las Navidades o el verano para ir allí. Éramos dos pequeños salvajes. Imagínate el contraste al volver a un internado muy estricto.
¿Y después del colegio?
Cuando terminé estuve dos años y medio en la COES, las fuerzas especiales del Ejército, en Bilbao. Eran los años de plomo de ETA. Más tarde trabajé en bares, restaurantes, recorrí España durante un año trabajando en atracciones de feria y luego monté en Palencia el que creo que fue el primer bar heavy de la zona, el Akelarre. Aquí llegué hace 30 años y empecé trabajando en la construcción.
¿Escribir este libro ha sido cumplir un sueño?
Sí, lo ha sido. Recordar cosas antiguas para que la gente pueda verlo es un sueño. Y de los bonitos. En el edificio donde trabajo como portero casi todo son abogados y el otro día uno me dijo ‘¿sabes que bonito es que esto va a quedar para siempre?’. Espero hacer alguno más. Ahora estoy haciendo un cuento para mi nieta. Un recuerdo mío. Son aventuras mágicas de ella y sus amigas. Se lo merece la nena. Se llama Celeste. De hecho, es la autora del diseño de la portada. Tiene 11 años y es una fiera.