Con un inusual sentido de la libertad que defendía contra viento, censura y marea: ese es el recuerdo y magma que siempre nos quedará de uno de los periodistas más importantes, me refiero al asturiano José Luis Balbín, a quien hace años me encontraba de pascuas a ramos en el barrio matritense de Chamberí, donde tenía casa. Hablar con él siempre constituía un placer y una bocanada de aire fresco en un país que con el paso de los años se ha ido apesebrando y enmudeciendo. En 2020, en plena pandemia, convocó un concurso de microrrelatos sobre periodismo que luego se publicó en un libro por la editorial Confluencias, al mismo me presenté, junto con otros 650 escritores, y estuve a punto de ganarlo. Este fue el microrrelato mío, escrito en el momento álgido del COVID y que quisiera compartir con ustedes:
Propiedad privada en el tiempo de coronavirus
La almendra central de Madrid tiene un aspecto desolador: comercios que se venden o se traspasan. Van echando la persiana algunos establecimientos tradicionales, desde bodegas de toda la vida hasta mercerías decimonónicas en la plaza Pontejos. Un grafitero incógnito va pintando en la faz de estos locales, ya cerrados, una rata sobre una calavera, remembranza de las pestes medievales y evidencia mórbida de la distópica situación que sufrimos. Una de las secuelas del cierre de tantas tiendas, o de las escasas ventas entre las pocas abiertas, es que apenas se tiran a las basuras grandes cajas de recio cartón, con lo que los cartonajes, bien escaso, han aumentado mucho su valor callejero. Los mendigos andan escasos de materiales para cobijarse en sus habituales rincones urbanos. Tal es la precariedad, que hay un pobre en la calle Mayor que cada día, antes de desayunarse, precinta sus cartones, limpios y ordenados, y los apila y ata a una farola. Para aviso de desaprensivos, este «homeless» ha puesto un cartel en el que se lee: «Estos cartones son míos, como tu casa o tu coche, no los toques, déjalos donde están, vete a robar a otra parte».
Balbín murió el pasado miércoles a los 81 años, nos deja ese enorme legado que es el programa La Clave, en el que confrontaban sus opiniones tirios y troyanos, siempre personajes de amplia cultura, todos los bandos eran invitados, tenían incluso la necesidad de entenderse para construir un país mejor que, como vemos, va cada vez a peor. Basta oír hablar a los políticos de ahora para echarse a temblar e, ipso facto, recordar aquellos programas que tanta esperanza nos dieron entonces y que tan falsas esperanzas nos dan hoy. Descanse en paz.