Cabrera, la hermana pequeña y desdeñada. La más próxima y a la vez tan extraña y desconocida. Tan bella y a la vez tan severa. Muchos mallorquines conocen de forma más o menos general la Isla, que más propiamente es un conjunto de las mismas o un archipiélago menor, aunque no todos la contemplan en toda su dimensión. El que hoy en día es el Parque Nacional marítimo terrestre de las Islas, baluarte de la conservación del medio ambiente y la naturaleza propios de Baleares que acaba de cumplir tres décadas, fue también el primer campo de concentración con toda su hostilidad y crueldad. Un auténtico presidio al aire libre. Hoy rememoramos el pasado de Cabrera, la tumba a cielo abierto de miles de prisioneros franceses.
La historia nos muestra que, cuando la necesidad apremia, casi cualquier sitio es bueno para convertirlo en cárcel. Ya sea un almacén de maderas, como Can Mir en Palma durante la Guerra Civil, o el mismísimo castell de Bellver, que durante algunas etapas históricas funcionó como lugar de reclusión, e incluso acogió en su momento a ilustres reos como Gaspar Melchor de Jovellanos. Pero ¿qué sucede cuando son miles y miles los infelices a los que se pretende privar de libertad? ¿Qué cárcel puede retener a un ejército entero?
A principios del siglo XIX, en pleno desarrollo de las guerras napoleónicas, miles de soldados franceses fueron apresados en la batalla de Bailén, la que pasará a la historia como la primera derrota del brillante general Napoleón Bonaparte. Sobre el terreno dirigía las huestes galas el general Antoine Dupont de l'Etang, que se midió a un ejército algo superior y una población local totalmente determinada a contribuir en lo posible a echar al invasor. Como resultado de las hostilidades los franceses quedaron arrinconados, sin posibilidad de avituallamiento ni refuerzo, de modo que no tuvieron otra opción que capitular.
Alrededor de 14.000 combatientes, según las fuentes históricas, quedaron bajo custodia de los españoles. Mientras avanzaban las negociaciones los soldados vencidos ya debían sospechar su suerte. Si a los mandamases del ejército francés se les concedió la repatriación, sus hombres vivieron un calvario muy diferente. Ya se sabe que eso de 'a perro flaco todo son pulgas' no es casualidad, y alguien decidió que la deshabitada Isla de Cabrera sería un buen lugar al que enviar a los derrotados de Bailén, mientras se negociaba con el enemigo las condiciones para un intercambio que nunca llegaría.
Cargados en navíos de la Armada española desembarcaron en el puerto de la agreste costa balear después de que el gobernador de Cádiz decidiera desprenderse del farragoso dolor cabeza que suponía administrarles algo de pan y bebida cada día. Bien es cierto que no fueron todos. De los catorce mil prisioneros algo más de un tercio se puede decir que tuvieron suerte, recalando en Canarias, donde muchos se integraron con la población local e iniciaron una nueva vida. Lo de Cabrera iba a ser diferente, aunque bien es cierto que marcaría sus existencias para siempre.
Los testimonios históricos que nos quedan de la época explican condiciones paupérrimas e inhumanas de los franceses hacinados en quince kilómetros cuadrados. Sin comida, sin apenas agua y con un refugio precario, pasaron días y noches fríos y calurosos. Sin ser ese su sitio ni tener ninguna esperanza de poderla abandonar, resulta sencillo meterse en la piel de esas personas a las que se lo habían arrebatado todo, incluso su humanidad. Poco tardaron en ser pasto de la violencia. Los problemas de salud física y mental camparon a sus anchas, entre aventurados intentos de fuga y rebelión, e incluso canibalismo en los tiempos más extremos. De todo hubo tiempo, pues pensemos que los prisioneros franceses de Bailén permanecieron en Cabrera a lo largo de cinco tortuosos años.
La pregunta es lógica. ¿Cómo sobrevivieron los franceses prisioneros todo ese tiempo? En una palabra y como diría Rosalía: malamente. Parece ser que una embarcación enviaba de forma periódica algunos víveres para el sustento de la colonia presidiaria. Decimos muy conscientemente algunos víveres. Podemos imaginar su calidad y abundancia atendiendo al destinatario. Cómo se los repartieran ellos sería otra cuestión. Muy probablemente zarpara cada unos cuantos días de la Colònia de Sant Jordi, ya que el litoral saliner dista apenas media hora del archipiélago. ¿Era coser y cantar la relación entre los pescadores coloniers y los franceses? La verdad es que no.
Cuentan que las gentes de tierra no solo los recibían con desesperación. Alguna vez llovieron piedras, y es fácil sospechar que tras algún que otro intento de apresar la escueta embarcación los mallorquines acabaran por decidirse a no llevarles más comida. Al menos durante un tiempo, durante el cual imaginamos a las autoridades tratando de encontrar otra barca dispuesta a realizar el trabajo. Cuando al cabo de diez o quince días volvió un alma a pisar esa tierra de penurias, el panorama fue más desolador que de costumbre. En efecto, el tráfico entre la matriz mallorquina y la cárcel de Cabrera vivió momentos más estables que otros, y en aquellos en los que pasaban muchos días entre las entregas de provisiones se registraron incluso casos de canibalismo, cuando las ratas, lagartijas y huevos de aves marinas ya escaseaban o habían desaparecido por completo. En todo este periplo las fosas comunes y las tumbas a cielo abierto empezaron a trufar la geografía de Cabrera, como macabras fites que recuerdan que no siempre nos hemos hallado en el lugar correcto de la historia.
Todo pasa en la vida, y la guerra pasó. Terminó derrotado el ejército francés de su campaña global por dominar Europa y en este caso concreto se perdonó a los prisioneros franceses de Cabrera, que ya portaban consigo una pena irreparable. Solo uno de cada tres franceses que entraron con grilletes a la Isla salieron de ella libres y famélicos. Imaginamos que con secuelas para el resto de sus días. Por eso, desde hace años, un buque de la Armada francesa rinde honores in situ a sus compatriotas, que perdieron la vida, y mucho más que eso, en una Isla tan hermosa como implacable.