Natxo Bou nació en Barcelona y hasta los 25 años vivió en la bulliciosa ciudad. Nada que ver con su estilo de vida en el Castell d'Alaró, donde trabaja desde 2007 y de cuyo refugio se hizo cargo en 2012. Tres veces por semana recorre el camino de piedra entre Es Pouet y la cima de la montaña en compañía de sus burros, con las alforjas cargadas de alimentos para las miles de personas que visitan cada año este lugar cargado de historia y de leyendas.
¿A qué se dedicaba usted antes de vivir en el Castell?
—Estudié Filología Catalana y fui profesor de catalán en Secundaria y para adultos durante años. Pero hubo un momento en mi vida en que quise hacer un cambio de orientación profesional, y como me gusta mucho la montaña, dejé la docencia y monté una empresa de deportes de aventura. Vivía en la Terra Alta, en un pueblo de Catalunya de 150 habitantes, donde gestionábamos un albergue juvenil. Allí en inverno había mucha menos gente que la que hay algunas veces en el Castell d'Alaró.
Usted también es quien cocina en el refugio, ¿Hay que valer para todo aquí arriba?
—Trabajando en aquél albergue juvenil ligué mi pasión por la montaña con otra faceta. Y sí, lo ideal es que las personas que trabajamos en el Castell sepamos hacer un poco de todo porque hay muchas tareas.
¿Cómo es su día a día?
—No todos son iguales, pero un día clásico es levantarme temprano, y si hay gente hospedada, prepararles el desayuno, mantener las instalaciones, hacer la limpieza. Es un sitio muy concurrido, así que siempre hay trabajo que hacer, atender el bar, hacer comidas, etc..
¿Cuántas veces suben y bajan usted o su hermano con los burros, Tita y Damià?
— Depende de la temporada, pero unas tres veces por semana de media. Es otra de las labores que requiere mucho tiempo.
¿Cómo acabó un chico de Barcelona como posadero de un castillo medieval en Mallorca?
—En febrero de 2007 vine a Mallorca y ese mismo año, en verano, empecé a trabajar como ayudante del ‘donat' anterior. Entonces el refugio era muy distinto, estaba en plena reforma y no había las instalaciones que tenemos ahora. En 2012 el puesto quedó libre, y junto con mi compañera Myriam nos presentamos y nos convertimos en ‘donats'. Actualmente lo llevo más yo con la ayuda de mi hermano porque ella trabaja como ingeniera, pero ayuda siempre que puede.
¿Cómo es el perfil de la gente que se hospeda en el refugio? ¿Predominan los ‘urbanitas' o los montañeros?
—Hay una mezcla, porque la excursión a pie hasta aquí no es tan larga. Esto hace que pueda llegar gente de todo tipo. Abundan los que tienen interés por la naturaleza y quieren caminar y disfrutar del paisaje; también vienen excursionistas más preparados, los que menos porque no estamos en la ruta más exigente; y luego hay mucha gente más bien urbana, que acceden al Castell con una actitud como si esto fuera una extensión de un parque de ciudad, buscando continuamente servicios.
Tiene un cartel que ofrece trabajo, ¿Cómo convencería a alguien para aceptarlo?
—Lo mejor de vivir aquí es que tratas con mucha gente que, por lo general, suelen ser personas muy agradables, gente con la que puedes compartir la afición por el deporte al aire libre o las excursiones. Y cuando no está muy lleno, se puede crear una cierta confianza con los clientes, algo que en otro tipo de establecimientos quizás no ocurre.
¿Qué cualidades hay que tener?
—De entrada, llegar a pie a su puesto de trabajo no tiene que ser un inconveniente. Trabajar aquí es muy físico, te mantiene en forma.
¿Qué futuro le ve al Castell?
—Quisiera que se preservara su esencia como lo que ha sido hasta ahora, un refugio de montaña y que no se caiga en la tentación de convertirlo en otro tipo de establecimiento. En Mallorca hay mucha presión por el turismo. Y aquí a dormir vienen muchos más mallorquines que turistas. Hace unos años, como en verano no subía apenas nadie, inventamos un menú para cenar «a 800 metros de altura». El verano pasado servimos unos mil menús y el 99% de clientes eran mallorquines.
¿Echa algo de menos?
—Aquí estamos muy bien comunicados, con teléfono e internet, pero hay un aislamiento físico. En invierno no hay nadie a partir de las 5 de la tarde. Si estás en la ciudad, tienes un abanico de sitios donde ir, actividades o puedes quedar con amigos. Aquí no, y las relaciones sociales se resienten. Por ejemplo, cuando nieva y nos quedamos aislados. También tenemos un grave problema de falta de agua y la gente tiene que mentalizarse.