«Hem trobat en Colau», rezaba el mensaje de un comerciante de la zona de Can Pastilla, uno de los que ayudaba a Nicolás, el indigente que vivía feliz frente al mar, en los bajos de unos bloques de viviendas y en el espacio próximo a un restaurante, y que semanas atrás fue desalojado súbitamente de ese espacio en el que había levantado una pequeña barraca tras la que dormía, comía lo que le hacían llegar vecinos o pequeños empresarios de la zona.
«Eran dos y se lo llevaron todo, pero a él apenas le hemos vuelto a ver», aseguraba un residente de la zona, que mostró su preocupación por el estado de salud de este indigente de origen búlgaro, a quien buscaron por lugares próximos, dada su avanzada edad y su reducida capacidad de movilidad, desplazándose apoyado sobre una pequeña silla de ruedas que le acompañaba junto a algunos de sus enseres.

No muy lejos, a menos de un kilómetro y próximo al colegio de Can Pastilla, bajo una palmera en mal estado de conservación y a la intemperie, protegido por una sombrilla de playa, ha levantado su nuevo asentamiento. Se alegra al recibir la visita de gente conocida como el periodista de Última Hora, enseña algunos de sus dibujos y recuerda otra vez que vivió en Estados Unidos, trabajó en discotecas y asegura tener pisos y propiedades en el Arenal.
Bajo la lluvia, muestra su humilde cama y cómo ha compuesto su nuevo hogar. Preguntado sobre su salida de la que fue su casa frente al mar, dice «no recordar» nada, e insiste en que espera la llegada de unos amigos suyos de Estados Unidos. Los que le conocen, le han tratado y le han buscado hasta dar con él le insisten en la necesidad de acudir a un albergue o pedir ayuda a los servicios sociales, pero Nicolás -Colau para algunos de quienes convivieron con él en su anterior hogar- no quiere. «Esta es mi casa y ahora haremos seis más aquí mismo», refiere señalando un solar lleno de basura y residuos.
«Pensábamos que le podría haber pasado algo o que se podría haber muerto», dicen los que han ido tras su pista hasta encontrarle, todavía en Can Pastilla. «Está muy mayor, le cuesta moverse y aquí está solo, no es seguro», añaden, a la par que aseguran que, ahora que saben dónde está, «le seguiremos ayudando y trayendo algo de comer, no puede seguir así ni aquí», prosigue un comerciante de la zona con el que ha entablado una relación de confianza y amistad.
Pero él es feliz, hospitalario con quien es capaz de llegar entre la maleza a esa palmera sobre la que gira ahora mismo su vida. Y se despide con un saludo efusivo, pidiendo que volvamos a verle -«mi casa es tu casa», dice a viva voz-, mientras quienes les ayudan insisten en un mensaje que quieren trasladar a las autoridades: «No podemos dejarle aquí solo».