En una Palma opulenta y repleta de turistas, de cifras récord inmobiliarias y de empleo, con vuelos privados que se agolpan en el aeropuerto, también hay otra cara: la de las chabolas. La infravivienda más frágil de la ciudad. Hay barrios de nuevo cuño que no tienen licencia de obra ni son propietarios del terreno. En un solar en la carretera rumbo a Establiments, bajo los árboles, se apiñan una veintena de chabolas. El sol de los primeros días de junio aprieta y permite vaticinar el verano en ese secarral: un infierno en el paraíso de Mallorca. Ocultos tras las matas de la mirada de los conductores que enfilan hacia Establiments, hay una pequeña ciudad chabolista, un arrabal espontáneo hecho de maderas y plásticos.
Hay dos zonas diferenciadas, en un sitio se acumula la basura y las casetas están maltrechas, y en otro hay cierto orden y se mantiene limpio pese a la precariedad. Una silla agujereada hace de water, una construcción de palos y plásticos con barreños en su interior se convierte en una ducha al aire libre. De entre las chabolas sale un perro que ladra ante la llegada de intrusos y una mujer calma al animal. Elena Ruse, una rumana de 40 años, parece la única habitante de este poblado chabolista.
«Ahora no hay nadie, están recogiendo chatarra», dice la mujer, que invita a conocer el interior de su casa. Por fuera, madera y plásticos para protegerse de la lluvia. Dentro, las paredes y el techo están forrados de telas para hacer más acogedor su hogar. Una olla con carne y guisantes humea en un hornillo alimentado por una bombona de gas, junto a una nevera de playa para guardar la comida. Al fondo, una mujer anciana se incorpora de la cama. La estancia está limpia pero el calor se cuela por los plásticos de una ventana improvisada.
«Es mi madre. Aquí vivo con mis hermanas, que tienen sus propias casetas aquí al lado. Por la noche esto se llena de coches, de gente que viene a buscar droga, y yo tengo miedo», dice Ruse. Sus hermanas trabajan limpiando en el polígono de Can Valero y ella está esperando a que le salga un trabajo para poder ir a vivir a un piso con toda su familia. «Llevo diez años viviendo en Mallorca. Siempre he estado en una chabola, pero en mi país tengo una casa», cuenta la mujer que enseña todas las medicinas que le proporciona Cruz Roja para aliviar los dolores de su madre. Pese a tener un hogar en su país, confiesa que allí no hay manera de buscarse la vida.
En el poblado viven alrededor de una veintena de personas y Ruse cuenta que no se llevan bien con los españoles y los marroquíes del poblado, «son malos». Caminando por este barrio improvisado se adivinan las tretas para aliviar las carencias: placas solares para conseguir electricidad o carros con garrafas apiladas que luego se llenarán en una fuente cercana y que aliviarán la falta de agua corriente. Bajo unos toldos hechos con palés y plástico se esconde el marido de Ruse, que mira un pequeño televisor que está enchufado a tres baterías de coche. En este asentamiento reina el frío en invierno y el miedo a que las tormentas, cada vez más virulentas, les tiren la casa.
Al salir de este asentamiento, un bloque de viviendas protegidas de reciente construcción contempla la actividad de las chabolas. Ruse confía en tener un contrato de trabajo para acceder a un piso social. La siguiente parada en la ruta del chabolismo es el cementerio de Palma. En un solar circundado de carreteras se alzan una docena de chabolas bajo la atenta mirada de los opulentos nichos del cementerio, al otro lado de la carretera. Un hombre se lava con la ayuda de una palangana de plástico.
Las barracas tienen las puertas cerradas con candado, las macetas intentan dar un aire de hogar. Bajo el puente, junto a la pista de skate, una gran chabola hecha de retales de carteles publicitarios cuenta con sillones al aire libre mientras una cuna repleta de garrafas da cuenta de que aquí vive un grupo numeroso de excluidos.
Las infraviviendas se diseminan en los rincones más inusitados de la ciudad. En la estación de autobuses se arraciman dos chabolas bajo la alambrada. Una de ellas apesta a heces humanas. La obra acoge a una pareja que de buena mañana está arremolinada ante el televisor, El programa de Ana Rosa en pantalla. «No me apunto al Ibavi porque no tengo hijos. Y no somos amigos de los que viven en la otra chabola», aclara la mujer.
Ya en la plaza del Bingo Balear, junto al Mercat de l'Olivar, un hombre mayor, con bastón se esmera en cortar maderas para terminar su chabola, junto a la entrada del parking. «No quiero vivir en un piso, me ahogo», dice y se ríe. «Cobro una pensión de 450 euros y no llega. Esta semana le pondré un hule sobre el tejado y la pintaré de blanco. La pena es que no me dejen plantar nada aquí, yo siempre he sido de campo...», añade.
Va a buscar comida a los comedores sociales, lleva la ropa a la lavandería. Se las ingenia para seguir adelante pese a sus 77 años, toda una vida dedicada a trabajar en el sector turístico. «Esta es la casa del lobo solitario. Mi familia me busca pero no quiero molestar a nadie», dice. En el Mercat de l'Olivar se da el fenómeno de los sin techo, aún más precario si cabe.
En la plaza, junto al kiosko, se apiña una pareja de treinteañeros a los que las droga ha hecho mella. «Era militar. Tenía una hija de 14 años y la perdí», cuenta la mujer, que lee El pequeño vampiro para pasar el rato. «Cruz Roja me ha ofrecido ir a un piso y estoy esperando a que me llamen», dice con cierta esperanza.
El apunte
Un problema social y humano escondido tras los asentamientos
La pandemia ha incrementado el número de personas que no tienen un hogar en Palma. Los asentamientos se mantienen más o menos estables. A esto se suma aquellos sin techo que duermen en la calle o los okupas que acuden a pisos o locales comerciales, muchas de ellas antiguas oficinas bancarias.
El principal problema de los asentamientos chabolistas es la carencia de agua corriente, alcantarillado y suministro eléctrico. El programa Housing First intenta aportar una solución habitacional para dejar la calle o la chabola, a lo que se suma un programa de inserción laboral, clave para abandonar la situación de marginalidad.