Cuando Marta Sentís (Barcelona, 1949) se instaló en el Pla de Corona, un rincón de Eivissa ajeno al turismo de masas, el cielo estrellado todavía se podía observar todas las noches y la carretera para llegar al pequeño núcleo era de tierra, recuerda. Su relación con la isla empezó a finales de los años sesenta, pero entonces dormía con saco en la playa. En los noventa se asentaría en una pequeña casa payesa, cuando aún eran asequibles, y viviría con lo mínimo necesario. El «estilo de vida norteamericano», que conoció de cerca siendo una de las artistas catalanas que protagonizaron los inicios del SoHo de Nueva York en los setenta, también llegaría a transformar este lugar de retiro. Fue una viajera intrépida antes de convertirse en una excelente fotógrafa, como la describió el periodista Juan Bufill; una profesión que la llevó por medio mundo, desde Egipto a Kenia, Sudán, Etiopía y Yemen, pasando por las islas Maldivas y Brasil. Tras casi medio año intentando quedar sin éxito para charlar, optamos por llamarnos por teléfono y conversar de lo que más sabe: imagen y viajes.
Hace años que vives retirada en Eivissa. Me gusta distinguir su nombre genuino del castellano, Ibiza, que representa la marca turística internacional, lo artificial, mientras que el topónimo en catalán evoca todo lo contrario, lo que resiste. ¿Cómo te sientes ahí?
Ya no me relaciono demasiado; estoy en una isla dentro de la isla. Casi no conozco a nadie porque todo ha cambiado. De joven, cuando empecé a venir a finales de los sesenta, venía con saco y dormía en las playas, donde conocías a hippies. No tenías un sitio fijo. En los noventa, cuando ya me compré la casa en la que vivo, iba a los mercados porque estaba emparejada con un brasileño artesano, y allí conocía a los hippies que quedaban y que vivían en casas de payeses sin agua ni luz. Iban contra el progreso, querían trabajar sin darse cuenta, haciendo lo que les gustaba. En esa época también había mucho trueque y la ropa estaba tirada de precio: a principio de verano comprabas un jersey de cachemira por cinco euros. Era una vida fácil y, sobre todo, muy vinculada al ritmo de la naturaleza. Era una vida más libre y con tiempo suficiente para poder hablar con los vecinos. Además, los ibicencos eran gente muy abierta y simpática; les hacíamos gracia, aunque se sorprendieran de que fuéramos desnudos. Había comunicación.
Un viejo hippie, en Las Dalias, me confesó orgulloso que como en su casa estaba bien, le daba igual lo que ocurriera en el resto de la isla. Ejemplifica bien la parálisis ante el lento colapso social, ambiental y político al que asistimos. ¿La masa de jóvenes que no puedan tener un proyecto de vida independiente por la precariedad serán los que acaben forzando un cambio a mejor?
Si ahora vienen todos estos movimientos de derechas todo puede que estalle. El sistema capitalista no puede durar eternamente. Ya está habiendo una revolución sobre cómo entendemos el trabajo, que en parte ya se está dando a través de una dimisión. Los jóvenes no lo conciben igual y crece un sentimiento de antitrabajo. Por otra parte, los que tienen dinero y poder no veo que quieran bajar dos o tres escalones, así que vería bien que se pusieran altos impuestos a los super millonarios y a las multinacionales, como se hizo tras la Segunda Guerra Mundial. Ahora se ha desmantelado el sistema del bienestar y se ha concentrado todo en pocas manos. No se necesita tanto dinero para vivir. Estamos todos tan entrelazados que no veo factible que el etnonacionalismo se extienda, pero con el salvase quien pueda no avanzaremos. Necesitamos gobiernos que no sean partidistas y sepan gestionar el reparto de la riqueza. Los partidos no dicen nada que tenga que ver con la población, solo se pelean. Requerimos de algo más práctico. La solución no vendrá tanto por apartarse e irse de hippie, sino aportando.
Para vivir se necesita menos dinero del que nos dicen
Formaste parte del grupo de artistas catalanes que a finales de los setenta vivisteis el inicio del SoHo de Nueva York, convertido ahora en un punto vital del consumismo. El documental Los Karamazoff, a walk on the SoHo years rememora ese momento fundacional que definiste como «una época de ser subversivos con el mercado». ¿Es posible serlo ahora?
Si fuera joven creo que también saldría del sistema, pero es fácil decirlo teniendo un trocito de tierra. Lo que tengo claro es que volvería al campo, no sería urbana, porque no podría con esa velocidad vital que impone la ciudad. Ser subversivo es muy complicado. Todo se está digitalizando de forma muy apresurada y lo dificulta. Por eso intentaría tener una vida muy sencilla, vivir de poca cosa, plantar y acceder a libros. Aunque recuerdo que en Maldivas, donde viví en una isla desierta, no tenía ganas de leer porque la mente se funde con el medio. El problema de todo es el dinero, claro está. Aun así, vivir sencillo es lo que haría. Pere Vergés, hijo del editor de Josep Pla, vive desconectado por aquí. Para vivir se necesita menos dinero del que nos dicen y en España hay más gente que vive retirada de lo que parece. Antes era más fácil no pagar, había muchas cosas gratis. Yo, por ejemplo, ya no quedo para tomar algo, prefiero ver a alguien yendo a caminar o a la playa. Verse para comer o cenar solo incentiva el consumo. En todo caso, cuando uno es joven quiere participar en la sociedad y eso te obliga a entrar en el juego. La energía te viene de los otros. Por eso no creo que sea posible aislarse siendo joven, necesitas el impulso de la sociedad.
Durante mucho tiempo llevaste una vida nómada, austera y de aventuras por países lejanos. A no ser que lo cuentes, esas vivencias quedan para ti y para las personas con quien las compartas. Ahora se lleva todo lo contrario, ¿recomiendas practicar la discreción?
No me interesaba contar mi vida, solo lo que documentaba. En esos años no me planteaba que viviera de forma extraña, eso lo puedo pensar ahora. Yo trabajaba y vivía así para conseguir lo que buscaba. Por eso no tengo ningún perfil en las redes sociales. ¿Qué interés tiene que estés en la playa o comiendo sushi? Una persona no puede ser interesante si solo se tiene en la cabeza a sí misma. Es una adicción al look. Es un no-pensar que solo alimentas con imágenes vacías. Las tecnológicas chupan y rentabilizan el tiempo de la gente y tu esencia, que requiere tiempo para cultivarla. Mostrarse a sí mismo no entra en mi cabeza.
Una persona no puede ser interesante si solo se tiene en la cabeza a sí misma
«Para el viaje de tu vida no necesitas moverte del sitio», considera el escritor Pablo d'Ors. ¿Se puede pensar así sin haber conocido antes gran parte del mundo, como hiciste?
Haber viajado es una ventaja, desde luego. No encuentras fuera lo que encuentras dentro de ti. Es como lo de tener dinero y saber que eso no aporta toda la felicidad, aunque ayude. Es lo mismo. Puedes llegar al mismo punto, pero haber visto tanta gente diferente te facilita llegar allí. Creo que leyendo también puedes conseguir lo mismo. No creo que se necesite viajar. Ahora son tiempos de no viajar por mil razones, desde la crisis climática al turismo de masas. Es momento de quedarse en casa, de no usar grandes medios de transporte. Viajo porque continuo leyendo muchas cosas y, en mi caso, tengo la ventaja de poder reproducir sensaciones físicas, como el calor del trópico.
Hergé, a través de Tintín, contó el mundo sin salir de casa.
Los males del hombre vienen de no saber estar sentado en una habitación, como decía Pascal. No es la solución, pero cada época tiene algo. Ahora, en nuestro día a día, nos movemos menos, y por eso la gente tiene que ir al gimnasio.
La Fundació Vila Casas acogió a finales del año pasado la primera exposición retrospectiva de tu obra: Tots els dies són meus. Tus fotos reflejan una pasión por la vida cotidiana de la gente anónima. ¿Qué buscabas transmitir?
Lo que siempre eché en falta sobre la fotografía que mostraba la vida de la gente más humilde es que excluía los interiores. Y yo soy muy de estar en casa. Por eso quería dar a conocer esa vida doméstica. Es un espacio femenino porque en muchas culturas, como en Yemen, donde son musulmanes, solo podían acceder las mujeres. Me ha interesado mucho el mundo de esas mujeres que no podían ser libres. Ellas, sin embargo, cuando me veían tan joven sin hijos y marido, sola por el mundo, se apiadaban de mí. Me acogían por pena. Así pude observar cómo se adaptaban a un mundo que para ellas estaba prescrito, en el cual no podían escribir su destino.
«Ella primero convive y luego fotografía», escribió sobre ti Juan Bufill. ¿Esa era la clave para conseguir capturar instantáneas en las que los protagonistas olvidaran tu presencia?
Exacto. Entraba discretamente, con la cámara en el bolso, y pasaban horas antes de usarla. Conversas y haces amigos, que es algo que me gustaba hacer al viajar sola. Ahí se producía un intercambio cultural y me preguntaban mucho por mi estilo de vida. Siempre tuve el complejo de robar fotografías, pero muchas veces me pedían que las hiciera. Viajaba con carretes, por lo que no los malgastaba y disparaba realmente poco. Pese a lo que pueda parecer no era una vida fácil; era una existencia austera en la que había que aguantar calores brutales, sufrir tiempos muertos sin saber qué hacer y comer mal.
La negritud, en EEUU o Brasil, marca gran parte de tu trabajo. ¿Por qué te atraía tanto?
Me da igual el color de piel, pero la cultura negra ha sido más libre porque pasaba por debajo del radar y tienen un mundo propio muy fantasioso. Son gente inventiva y eso me atrae. En Antigua tuve mi primer contacto con gente negra. Siempre me he interesado por los que lo han tenido más difícil desde jóvenes. En Brasil me relacionaba con la gente del pueblo, que mayoritariamente es negro. Recuerdo que cuando mis padres me enviaron a estudiar a Oxford volví con un novio que era un basurero becado. Me interesa la gente que lucha, no los que lo tienen todo. Nunca he tenido una pareja con dinero, siempre personas que luchaban, y esa atracción me llevó a Nueva York. A esas personas las veo más inteligentes y muchas veces son artistas. De hecho, mi hijo, que vive en Vila, es mestizo. Por otra parte, mi hermana Mireia edita y publica libros en castellano para España y Latinoamérica sobre la cultura afroamericana. Difunde cosas básicas para entender ese mundo y ya tiene un público de jóvenes afrodescendientes que viven en España y que han estudiado y son activistas.
«Una gran fotógrafa que se niega a sí misma». Así te describió el artista Alberto Porta, ahora conocido como Evru y Zush en tu época neoyorkina. ¿Te sientes identificada?
Tiene un poco de razón porque nunca me he creído suficiente las cosas. Cuando me alaban, rebajo. No sé si es una humildad congénita porque no quiero hacerlo una virtud. Tampoco llega a ser miedo, pero es cierto que no quiero entrar de lleno en ningún campo. Y es algo que me viene de la infancia porque viví en Madrid, luego en París, volví a España, y luego estuve en Inglaterra. He vivido en culturas muy diferentes y nunca me he casado con ninguna, y esa distancia también la tengo con mis amigos, aunque los quiera mucho. Jamás me he sentido parte de ningún grupo; estoy de pasada, y eso creo que tiene que ver con el hecho de haber viajado y fotografiado. Nunca he querido tener fama porque implica más trabajo, compromiso y comidas, pero a veces sí que piensas hasta dónde podría haber llegado profesionalmente.
¿Cuál fue tu primer contacto con la imagen?
De forma profesional en Nueva York. Los artistas del SoHo hacíamos fotos. No tenía ni cámara, pero me la dejaban, y en Barcelona me la prestaba Xefo Guasch. Quería tener una profesión más libre y no estar en un despacho. Más que una dedicación profesional para vender, aspiré a que fuera una excusa para viajar porque quería conocer mundo. Me considero trabajadora, siempre quiero hacer algo, y la cámara me permitía combinar todo eso. Entré muy tarde a la universidad, con 26 años, y estar rodeada de chavales me desmotivó. Enseguida partí hacia Katmandú, pero no encontré a los amigos con los que pretendía encontrarme allí, Jordi Esteva y Jordi Puig. Ahí empezó todo.
¿Un fotógrafo nace o se hace?
Puede que tuviera el ojo hecho. He tenido suerte y mi vida ha sido fácil. Haber viajado desde niña y haber visto un poco de todo te va formando. Desde que nací he tenido acceso a revistas y fotos porque mi padre fue periodista. La fotografía no es una disciplina difícil, es el último tren que me pasó por delante para ser artista, que es lo que deseaba. Sin embargo, no tenía ninguna herramienta para poder serlo, y con 26 años o así empecé con las fotos porque era el camino rápido. Soy bajita y delgada, pero fuerte, y podía cargar con todo el equipo.
¿Cómo ha evolucionado con los años tu relación con la cámara?
Las odio. Odio las máquinas, en general. No me gusta la técnica, ni me esforcé mucho por aprenderla. Empecé con una Leika porque era pequeña y fácil de usar. Era un equipo femenino, muy manual. Cuando llegó la fotografía digital es cuando me retiré, hacia el año 2000. No quería pasarme el tiempo delante del ordenador porque era la trampa de quedarse sentado. Lo he corroborado con amigas que continuaron en la fotografía: la mayor parte del tiempo lo pasas editando.
¿Sigues haciendo fotos, aunque sean solo para ti?
Quizás alguna, pero la verdad es que no. Ya no me gusta. Lo que me interesaba era el tema que escogiera para documentarlo. La fotografía es una profesión solitaria, no podías viajar con un novio al lado, tienes que estar muy concentrada en la visión. Es otra manera de ver la vida. Desde hace tiempo me gusta evadir más la mente, no tener que pensar tanto.
La fotografía digital, infinita, como la vida sin muerte, ¿ha matado el sentido de este arte?
Creo que sí. Ha matado el sentido y la magia de la fotografía. Con la analógica puedes ver venir un suceso, pero el milagro aparece cuando disparas y surge algo que, en el fondo, no sabías que captarías y lo consigues porque te pasa por delante. Eso se pierde con el formato digital, que permite disparar muchísimas fotos. Por otra parte, siempre he preferido el color al blanco y negro porque refleja la realidad.
En Instagram hay miles de personas fotografiando y grabando lo mismo de los mismos lugares. Todo se conoce. ¿Tiene sentido un mundo sin misterio al que no dejamos de intentar buscarle, precisamente, un elemento misterioso?
Ya no viajo, aunque podría hacerlo porque tengo salud y medios. Pero no me interesa volver a donde fui porque sé que ya no son los mismos lugares. Yo buscaba lo primitivo, conocer el pasado. Era una mirada sociológica y antropológica para conocer por qué hemos llegado a donde hemos llegado, a la sociedad de masas y consumo. Todo lo que se ha perdido tras las dos guerras mundiales, el mundo de ayer, como decía Stefan Zweig. Ahora se busca ir a lugares donde no haya gente, pero eso lo tengo en Eivissa; tengo mi rincón. ¿Viajar para ir a descubrir qué? Cuando fui a ver a los masáis, ya era una reserva, donde venden collares y fotos. Todo el mundo es una reserva, un Disneyland. Como un Pueblo Español. Y eso, visualmente, no me interesa. En cambio, a través de la lectura, sí que me gusta viajar.