Las heridas más profundas no las hacen los golpes ni los cuchillos, son las que están escondidas bajo la piel, las que no se ven. Esas son las que más le duelen a Nagua Akhrif. Con una sonrisa franca y algo tímida que desarma a cualquiera, luce algún que otro tatuaje discreto y un pelo rizado indómito. Tiene 24 años y resulta difícil saber cuándo duerme, porque no hay horas en el día para todas las actividades en las que está inmersa. Juega al baloncesto y cursa Pedagogía en la UIB, su segundo grado universitario tras haber finalizado Psicología. Compagina estos estudios, además, con su trabajo en la gestión de la página web de la Universitat. De cara al exterior, una mallorquina más.
Este curso comparte piso con otros dos estudiantes en Palma, que se paga de su propio bolsillo, pero los tres anteriores pasó por una vivienda de emancipación para jóvenes extutelados por el IMAS. No protagonizará las portadas de ningún periódico local o nacional, pero puede y debe sentirse orgullosa de ser una superviviente. Ha recibido ayuda, pero lo que ha conseguido, lo ha logrado por ella misma.
De los 12 a los 18 años vivió en Llars del Temple, un centro de acogida para menores en Palma, en el que, por primera vez, se sintió segura. Sin gritos, broncas, miedos ni palizas casi diarias. Fue ella la que acudió motu proprio a Serveis Socials, con tan solo 12 años recién cumplidos, solicitando ayuda. Ya no podía más. Pero su historia venía de lejos.
De Marruecos a Mallorca
El padre de Nagua, que procedía de una zona rural de Marruecos, fue uno de los primeros inmigrantes marroquíes que llegó a Mallorca en la década de los 70, en busca de trabajo en el sector de la construcción. Lo consiguió como peón en las obras del futuro Marineland. En su pueblo natal se casaría más tarde con la madre de Nagua, 25 años más joven que él. Un matrimonio de conveniencia entre familias.
«Mi madre se educó en una cultura patriarcal y opresora, en la que el hombre mandaba y la mujer callaba y obedecía. Mi padre, por su parte, era un hombre ya mayor cuando se casó y tuvo hijos. Quería una familia marroquí tradicional, como en la que se crió, no unos hijos que eran de facciones marroquíes pero se sentían españoles. La crónica de un desastre anunciado», señala la estudiante.
«Mi primer recuerdo de que algo no funcionaba en casa, de que no era como en las series y películas que veía en la tele, sucedió cuando tenía cinco años. Habíamos celebrado el cumpleaños de mi hermano mayor, que debía haber cumplido 7. Se puso a jugar a escondidas con un mechero y quemó un papel. Mi padre se volvió loco, le pegó un par de sopapos y lo encerró en el baño. Mi hermano se puso tan nervioso que le dio un ataque de asma, le costaba respirar y, aún así, mi padre se negó a dejarlo salir. Mi madre me envió a pedir ayuda. Y allí estaba yo, en mitad de la calle, en ropa interior, con cinco añitos, sin saber muy bien qué hacer y rogando que nos ayudaran», relata con pesar Nagua.
No fue el primer episodio violento que vivió en casa, tampoco fue el último. Hasta que cumplió once años, la familia entraba y salía del juzgado de violencia de género, pasaba por casas para mujeres maltratadas, pero siempre terminaba regresando a su pequeña vivienda de alquiler social, con su padre, que no iba a cambiar nunca, y que tenía a su madre amenazada de muerte. «Ella no era capaz de dejarlo. Le pesaba su educación, sus problemas con el idioma y el miedo», recuerda Nagua, que tiene grabado a fuego el día en que compartió techo por última vez con su padre.
Comenzar de nuevo
«Tenía 12 años y en esa época estaba de moda llevar el flequillo liso. Yo me empeñaba en llevarlo, aunque lo escondía porque mi padre decía despectivamente que «eso era de españolas». ¿Y yo qué soy?, me preguntaba. Un día llegué a casa a comer, me incliné a darle un beso y se percató del peinado. Me agarró del pelo, me llamó puta y me abofeteó. En ese momento no sentí ningún dolor, pero me recorrió una sensación de humillación por todo el cuerpo… decidí que era ahora o nunca. Tenía que pensar en mí y actuar. Mi madre ni sabía ni podía ayudarme. No lo supe hasta después, pero cuando me sacaron de esa casa, en ese momento, dio un vuelco mi vida».
Así fue como Nagua entró en el sistema. Primero pasó por un centro de menores en Muro y luego la trasladaron a Llars del Temple, a escasos minutos de la casa donde se había criado. La distancia era mínima, pero el modo de vida muy diferente. Pasó a compartir su día a día con seis compañeros en una situación similar a la suya, educadores y psicólogos: «Por primera vez me sentí en un hogar y aprendí que no tenía por qué estar asustada las 24 horas del día. Esos años me cambiaron la vida. Pude inscribirme en un equipo de basket y desarrollar mi pasión por este deporte, así como estudiar en un colegio concertado, en el que hice grandes amigos que todavía conservo. Con los recursos limitados de mi familia, nada de esto hubiera sido posible», apunta esta joven, al tiempo que aclara que «la gente tiene que entender que un centro de menores no es una cárcel. Así se lo contaba a mis compañeras de clase. Incluso vinieron a visitarme en el Temple. Nunca he escondido ni esconderé de dónde vengo. ¿Por qué debería hacerlo?».
Comenzar de nuevo
Nagua ha conseguido con los años llegar a entender a sus padres: «Soy quien soy gracias a mi educadora social, que me ayudó a empoderarme como mujer. También gracias al apoyo de mi psicóloga, que me ayudó a asimilar todo por lo que he pasado. Y, por supuesto, a mi madre. Con el tiempo entendí que ella no podía hacer mucho más por mí. Su pasado, su educación y su cultura jugaban en su contra, pero eso mismo me ha permitido ser quien soy. Durante todos estos años me llamaba por teléfono y la veía una vez por semana. Siempre estuvo ahí, jamás se desentendió de mí ni de mi hermano. Ella quería a su familia, yo también. Otros compañeros del centro no tuvieron la misma suerte. Siempre ha estado ahí para mí. Hoy en día sigue siendo mi gran apoyo. Estoy orgullosa de lo que ha logrado por sí sola, como desentenderse por fin de mi padre, y comenzar a vivir por fin».
Durante años perdió la pista de su padre, aunque hace cuatro descubrió que vivía en una residencia tras sufrir dos infartos: «Visitarlo 20 minutos, todas las semanas, ha sido la mejor terapia para mí. He descubierto a un hombre enfermo, mayor y cansado que ya no busca guerra. Le he llegado a entender. Que conste que no justifico sus actos, pero le he perdonado. Eso me ayuda a seguir adelante. No somos los mismos. No pregunta lo que no quiere saber, y yo no busco la confrontación, como cuando era una cría. La dinámica es diferente, y más sana. Cuando le cuento que en un año tengo pensado irme a Australia, y él me replica que una mujer sola no puede hacer eso, yo le digo que los tiempos han cambiado y que sigo su ejemplo. Él vino a Mallorca a labrarse un futuro, yo voy a hacer lo mismo allí. Creo que hasta asiente cuando le digo que no quiero llegar a los 30, echar la mirada atrás y darme cuenta de que no he salido de la Isla».