Este viernes, el periódico napolitano Il Mattino publicó en su portada dos fotos del mismo balcón de un piso anónimo de la capital de la Campania italiana: una tomada en el mes de marzo y la otra en diciembre. El pie de la foto decía: «Quel balcone specchio del paese» (Ese balcón, espejo del país).
En la foto de marzo, del balcón del piso colgaba una sábana en la que se había dibujado un arcoíris, símbolo de la esperanza, con el mensaje, por entonces muy frecuente en todos lados, incluso en Mallorca, ‘Tutto andrà bene' (Todo irá bien). En la foto de este mes de diciembre, ha desaparecido el mensaje de esperanza y en su lugar, mucho más pequeño, pende un cartel que dice ‘In vendita' (En venta), con un número de teléfono. En marzo había una instalación de aire acondicionado que en diciembre ha desaparecido.
Yo corregiría el titular del periódico napolitano en un sentido: ese balcón no es sólo espejo de Italia, es espejo de Europa. Desde luego, podría ser perfectamente la representación de la imagen de España y de su lucha contra el coronavirus. En marzo, autopersuadida de que podíamos salir de esta y de que todo acabaría bien y en diciembre, por el contrario, se adivina una historia dramática y de final no tan feliz. Ni hemos salvado la economía ni hemos salvado la salud. Un completo desastre.
En marzo escribí cuestionando aquella ilusión que podía hacernos pensar que si estamos unidos, saldremos de esta; que si somos optimistas, nada malo nos pasará; que si nos conjuramos, podremos vencer la situación. A mí, estos mensajes me parecen bien sólo en la medida en que nos animan a continuar, pero pueden ser tremendamente peligrosos si nos hacen pensar, siquiera por un minuto, que basta con apretar los dientes y concentrarse para que ocurran cosas positivas. Entre el optimismo y la estupidez hay un milímetro de distancia.
No debemos de engañarnos ante el mundo ni ante los desafíos a los que nos enfrentamos. Si hay suerte, si suena la flauta, mejor, pero eso no nos debe distraer de que, ante los retos, la única solución es primero estudiarlos, después analizarlos, encontrar sus causas y, en consecuencia, organizar respuestas sólidas, racionales, competentes, a partir de evidencias.
La lucha de la humanidad contra los desafíos, entre ellos las enfermedades y los virus, ha tenido mucho de hechicería inservible, que frecuentemente nos ha llevado por caminos desgraciados. Sólo el estudio y la respuesta racional, sin apriorismos, sin voluntarismos, nos puede aportar soluciones.
Nuestras sociedades europeas, incluso hoy, presas del pánico, asustadas ante lo desconocido, siguen haciendo postulados sin fundamentos, sin ciencia. Hoy mismo, no sabemos ni entendemos si tiene sentido impedir que entren peninsulares a una Mallorca megainfectada; ni sabríamos decir si el toque de queda es útil para lo que buscamos; ni si los contagios son culpa de los bares o de los jóvenes, de la enseñanza o del clima; ni si merece la pena estudiar la carne congelada como vehículo de transmisión.
A todos nos tranquiliza naturalmente que se haga algo. Y quizás algo de lo que se hace sirva o, al menos, seguro que no nos hace daño. Pero, en mi opinión, todo hoy aún conserva mucho del fetichismo voluntarista que consiste en decir ‘todo irá bien'. También nos dijimos en Baleares que «somos una región segura», que «tenemos los protocolos más modernos» o que «el virus no está ni se le espera».
Al tiempo que inyectamos moral con decisiones no fundadas –frecuentemente necesarias para calmar la ansiedad–, deberíamos abordar el fondo de la cuestión, cosa de la que tengo más dudas.
Esperemos que nuestro balcón no termine con el cartel de ‘se vende', símbolo de que no hemos acertado y de que todo nuestro voluntarismo eran buenos deseos. Ahora bien, si nos ha de ir mal, por lo menos que sea con optimismo, desde luego.