Hay un tipo de escritor, anónimo, callado, humilde, a quien el mundo le debe casi todo lo que es. Los estudiosos del Derecho lo llaman ‘el legislador'. En contra de lo que pensamos, ese legislador no es el parlamento, que se parece más a una olla de grillos, sino un alto cargo del Gobierno que escribe los textos a los que los parlamentarios se limitan a añadir o quitar algunos artículos. Yo conozco alguno de estos personajes y les aseguro que tienen conductas, hábitos, manías y formas de razonar extremadamente raras. Para entendernos, si usted conoce a alguien que llame «vehículo de tracción mecánica» a un coche, entonces ha dado con uno.
En el ayuntamiento de Palma, hubo uno de estos ‘pájaros' que hizo un reglamento canino que establecía el tamaño de la caseta del perro de compañía como resultado de multiplicar por un coeficiente el tamaño del animal en posición de guardia con el rabo extendido. Imagínense al municipal intentando aplicar la normativa, si conseguía sobreponerse al ataque de risa.
Estos días esta gente está de subidón, pasan por un momento histórico, jamás imaginado: están regulando a cuántos metros debemos caminar los unos de los otros, qué días y a qué horas podemos salir de casa, y ahora hasta qué debemos ponernos en la cara. Es su oportunidad de convertir la vida en un articulado, el sueño máximo de esta fauna. Se han convencido de que son nuestro ‘legislador de la guarda'.
Esta semana, el Boletín Oficial, el periódico de más renombre donde esta gente aspira a publicar su producción mental, nos ofrecía una pieza de extraordinaria factura, sin precedentes en los últimos siglos, ni siquiera en España: la que obliga a los españoles a usar las mascarillas que los científicos, unánimemente decían entre enero y marzo de este año que no tenían utilidad alguna, que eran un sinsentido, pero que ahora son obligatorias porque los mismos científicos han cambiado de opinión. Nuestro amigo, el legislador, establece que es obligatorio llevar la boca y la nariz tapadas. Da igual con qué, dado que «se entenderá cumplida la obligación a que se refiere el apartado anterior mediante el uso de cualquier tipo de mascarilla». Pero a mí lo que me parece absolutamente colosal es que el legislador, de alguna manera ya desbocado, haya añadido a la redacción del artículo que «su uso no será exigible en el desarrollo de actividades que resulten incompatibles, tales como la ingesta de alimentos y bebidas». ¡Maravilloso! De no haber incluido esta mención, España sería el hazmerreír del mundo: moriríamos masivamente de hambre, en riguroso cumplimiento del decreto del Gobierno, incapaces de comer y beber.
Sin embargo, atención: es verdad que podemos comer, pero el decreto no establece la excepción para sacarnos la fotografía para el DNI, lo cual puede tener sus consecuencias legales tremendamente serias. Igualmente, yo hubiera incluido un punto advirtiendo de la ilegalidad de que la mascarilla tape los ojos, especialmente cuando vamos al volante de un coche.
Seguiré atento al BOE. Estos días leía que se permite que en los bares se pueda tener el cuarenta en lugar del treinta por ciento de aforo, lo cual significa en muchos casos que puede entrar otro tercio de cliente, que siempre algo de dinero dejará. La regulación de las playas promete: hay municipios en los que se puede estar cuatro horas máximo; en otros, a cuatro metros de los demás; otros permiten días alternos; unos exigen una etiqueta en el hombro; otros una app en el móvil, y eso dependiendo si se pertenece o no al mismo núcleo familiar...
Les tendré al tanto porque esta gente aún nos deparará momentos gloriosos.