El 4 de julio de 1776 el congreso de las colonias británicas de Norteamérica, reunido en Filadelfia, firmó la declaración de independencia de lo que se convirtió en la génesis de los Estados Unidos. Redactó el texto de la declaración Thomas Jefferson y lo corrigió y mejoró John Adams, futuros mandatarios de la que con el tiempo se convirtió en la primera potencia mundial.
Todos los firmantes eran conscientes de que serían condenados a muerte por el rey Jorge III de Inglaterra. Pero no dudaron. Aquel día, la condición humana entró en la Edad Contemporánea reclamando su derecho irrenunciable a conquistar el futuro. Aquella declaración se ha transformado con el tiempo en una pieza única de avance del pensamiento progresista y de eclosión de la fe en un mañana mejor.
La declaración comienza: «Cuando en el curso de los acontecimientos humanos se hace necesario para un pueblo disolver los vínculos políticos que lo han ligado a otro y tomar entre las naciones de la tierra el puesto separado e igual que las leyes de la naturaleza y el Dios de esa naturaleza le dan derecho, con justo respeto al juicio de la humanidad exige que explique las causas que lo impulsan a esa separación». Y continua: «Sostenemos como evidentes estas verdades: que los hombres son creados iguales, que son dotados por su creador de ciertos derechos inalienables, que entre estos derechos se encuentran la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad». Y añade: «Que cuando una forma de Gobierno se haga destructiva de estos principios, el pueblo tiene derecho a reformarla o abolirla».
La declaración expone luego un largo listado de agravios de la justicia británica, invalidando, suspendiendo o modificando leyes de los americanos, supeditándolos, cual periferia maltratada, a los designios de la metrópoli central.
El texto concluye: «Y en apoyo de esta declaración, empeñamos nuestras vidas, nuestras propiedades y nuestro sagrado honor».
¿Cuál es la clave de este texto único? ¿Cuál es el espíritu que impulsa toda la declaración? Tal vez sólo cuatro palabras: «La búsqueda de la felicidad». Se pueden derramar toneladas de tinta sobre la legalidad o no legalidad de reclamar la independencia; de la legitimidad o no legitimidad a la hora de dar este paso; de cual debe ser el comportamiento de un pueblo a la hora de elegir su propio camino, sea colonia o sea formalmente parte 'igual' de un Estado secular.
Se puede hablar de valores culturales propios a defender; de intereses económicos a proteger; se puede protestar a causa del desprecio por parte de una capital mandona, espoliadora y displicente; se puede chillar por hartazgo ante cantidades ingentes de impuestos que se van para no volver; de rapiña tributaria.
Pero la esencia de la declaración del 4 de julio de 1776 es otra, más íntima, más profunda, más de entraña sensible, más de ser humano a flor de piel: la búsqueda de la felicidad. Cuando un pueblo se separa, o lucha por separarse, es porque no es feliz teniendo ante sus ojos todas las posibilidades para serlo. Es porque ve la felicidad y no le dejan tocarla. Cuando un pueblo se va es porque ya se ha ido.
En Filadelfia, aquel 1776, los firmantes eran apenas unas docenas. Luego, los primeros que levantaron la bandera barrada y estrellada ante las tropas británicas, poco más de una cincuentena. La mayoría de la población permanecía agazapada y temerosa del Rey Jorge III. Siempre ocurre lo mismo. Mas mucho tiempo después, el 6 de junio de 1944 los biznietos de aquella declaración de independencia, orgullo de la nación norteamericana, se lanzaron por decenas de millares en las playas de Normandía y le dieron la libertad y la búsqueda de la felicidad a una Europa que había entrado en una era oscura bajo la bota del nazismo.
Porque de la búsqueda de la felicidad se trata. El resto es pelea e ira, ruido y furia. Igual que los individuos, sólo los pueblos felices no quieren separarse. Eso es el 4 de julio.