Tras 101 años de vida, Bruno Morey falleció este lunes en la residencia sacerdotal de Sant Pere i Sant Bernat, de Palma, y con su partida se nos va uno de los últimos homenots del siglo XX. Formado en Roma bajo la protección del papa Pío XII y canónigo de la Seu de Mallorca a la temprana edad de 31 años, la vida religiosa de Morey estuvo tan marcada por la heterodoxia como por un profundo amor a Cristo, fielmente reflejado en el diario personal que empezó a escribir en 1932 y de cuyos pasajes Ultima Hora se ha hecho eco durante décadas.
En cuanto a su vida, prácticamente todo quedó contado en El darrer canonge, la biografía resultante de las conversaciones con el articulista Miquel Segura. El libro, con un prólogo de Camilo José Cela, fue publicado por la editorial Bitzoc en 1991 y, según reconoció años más tarde el propio Morey, «escandalizó» en la medida que «fue una revolución en la Iglesia y la sociedad mallorquina», puesto que en él hizo confesiones que no gustaron a todos. Intelectual de primer nivel, don Bruno siempre se sintió cómodo entre lo más granado de la sociedad mallorquina, en cuyo seno no escatimó esfuerzos para introducir la palabra de Cristo, aunque para ello tuviera que hacer uso de una heterodoxia, en muchas ocasiones incomprendida por sus superiores. Aunque su relación con ricos y famosos le valió no pocas críticas, Morey no se dejó tentar por los cantos de sirena de una elite que no se cansó de cortejarlo. No fue un hombre ávido de cargos, ni eclesiásticos ni civiles, que también se los propusieron. Como ser de alcalde Palma, a lo que rápidamente dijo que no.
La vida de Bruno Morey no puede disociarse de los muros de Ca l'Abat. Durante el verano de 1939 quedó prendado de la magnífica possessió situada entre Valldemossa y Deià, donde seis años más tarde establecería su residencia habitual hasta el invierno de 2011, cuando renunció al usufructo que le autorizaba a vivir en Ca l'Abat hasta el día de su muerte. Fue una dolorosa renuncia que llegó tras cerrar un acuerdo con el actual propietario de la finca, Jean-Pierre Olivier, el aristócrata francés al que se la vendió a mediados de los 90 tras convencer al canónigo de que allí se establecería una fundación cultural que nunca fue.