El referéndum celebrado en Irlanda dejó patente la negativa de aquel país al Tratado de Lisboa, un documento con el que los integrantes de la Unión Europea (UE) quisieron salvar el escollo del rechazo cosechado por el proyecto de Constitución que acabó por no ver finalmente la luz. Es, pese a que se quiera disfrazar con múltiples calificativos, un nuevo varapalo a una construcción europea que camina de traspié en traspié por mor del rechazo que provoca en muchos ciudadanos la cesión de importantes áreas de soberanía a un organismo supranacional en el que el equilibrio de poderes viene condicionado por los grandes: Francia, Alemania, Reino Unido e Italia.
La ratificación del Tratado lisboeta se había circunscrito a los parlamentos nacionales, pero en el caso irlandés, el imperativo legal obligaba a la celebración de una consulta popular que, finalmente, ha devenido en rechazo y que pone en cuestión el futuro del mismo. Esto a pesar de lo que diga el presidente francés, Nicolas Sarkozy, que abogaba por seguir con el proceso de ratificaciones parlamentarias. Un mecanismo inútil puesto que el rechazo de uno solo de los miembros de la UE significa que éste no puede entrar en vigor.
Parece preciso, en estos momentos, repensar los sistemas de la UE y los mecanismos de representación. Eso al mismo tiempo que se debe efectuar un esfuerzo notable para que los ciudadanos perciban a Europa como algo más que una macromaquinaria burocrática.
Toda vez que se intente cualquier alternativa al margen de los ciudadanos se corre el riesgo de que vuelva a suceder que todo avance encalle y que debamos volver de nuevo sobre nuestros pasos para redefinir un espacio político y económico tremendamente diverso que tenga un funcionamiento dinámico y que nos aboque a un futuro mejor.