Es el drama que no cesa. Con la inminente llegada de la primavera, el cielo y el mar parecen empezar a tomar un aspecto menos inhóspito en las costas que separan Àfrica de la rica Europa y esa circunstancia propiciará que miles de personas decidan jugarse la vida para intentar alcanzar la orilla confortable que pueda ofrecerles la oportunidad de una existencia mejor.
Dicen que en las playas de Mauritania se agolpan trescientas mil personas a la espera de tomar un barco, una patera, que les conduzca a Canarias, la puerta de entrada al supuesto paraíso que alguien les ha vendido. Muchos llegarán y conseguirán su objetivo, muchos serán detenidos y algunos, desgraciadamente, se dejarán la piel en el intento.
Ayer mismo Tenerife recibía dos embarcaciones. Más de ciento veinte personas iban a bordo. Al mismo tiempo, se recogían en el mar los cadáveres de otros diecisiete que jamás encontrarán ese futuro con el que sueñan.
Mientras, las autoridades se preguntan qué hacer, cómo detener esa marea humana y cómo enfrentarla cuando se produce. No es fácil. Porque se trata de un continente entero, Àfrica, el que sangra por miles de heridas que no cicatrizan. Las cifras son escalofriantes. El continente sufre en la actualidad penalidades más profundas que las que tenía hace treinta años. Estados Unidos y Europa miran hacia otro lado, aunque el problema está llamando a sus puertas desde hace años. El abandono que padece el continente negro dibuja un paisaje desolador: azotado por la corrupción, la pobreza, una natalidad enloquecida, el sida, la dominación religiosa y tribal, el hambre, la guerra... todas las plagas se ceban en un mundo que no ve otra salida que la de echarse al mar e intentarlo en otro sitio.