El Gobierno prevé incluir en la futura ley de calidad de la enseñanza un examen al estilo de la extinta reválida para conseguir el título de bachillerato y poder acceder a la universidad, examen que podría incluir una prueba oral. Las reacciones en contra de esta medida no se han hecho esperar y desde el Sindicato de Estudiantes hasta el Gobierno vasco ya han manifestado su discrepancia. Y, ciertamente, es lógico que se muestre disconformidad con el hecho de que los estudiantes se jueguen a una sola baza su futuro académico.
Ahora bien, algunas medidas hay que adoptar para poner coto al elevadísimo índice de fracaso escolar en España, que se sitúa en torno al 30 por ciento, muy por encima del resto de los países de la Unión Europea. Es evidente que eso no se puede conseguir tan sólo con una prueba final, en la que un alumno se juegue su futuro a una sola carta, pero no se pueden descartar exámenes o evaluaciones que indiquen el grado de preparación de los estudiantes. El actual sistema, que obliga a los alumnos a acceder al curso siguiente aunque hayan suspendido todas las asignaturas, ha tenido unos efectos demoledores para el sistema educativo. No cabe duda de que deben tomarse medidas para mejorar la calidad de la enseñanza. Y sería bueno que antes de que, por razones políticas, se descalifiquen los planes del Gobierno, conozca la sociedad española el alcance de la reforma, una reforma en la que es imprescindible el diálogo, no sólo con otras fuerzas políticas y con las autonomías, sino con todos los sectores implicados: padres, alumnos y profesores.
El asunto es demasiado serio para convertirlo en escenario de batallas políticas, porque lo que está en juego es el futuro mismo de toda la sociedad y la preparación de quienes tendrán que afrontarlo en las mejores condiciones científicas, técnicas y culturales.