La orden de Bill Clinton, secundado por Tony Blair, de iniciar una operación de castigo contra Irak, ha coincidido con la víspera de que la Cámara de Representantes estadounidense debatiera el proceso de destitución del presidente. Ello ha facilitado que, inevitablemente, en todo el mundo se hayan hecho juicios de intenciones. Incluso hay quien opina a la contra interpretando que es precisamente Sadam Husein quien ha vuelto a echar un pulso a los Estados Unidos, aprovechando la crisis en la Casa Blanca.
Fue el republicano Georges Bush quien inició la guerra del golfo pérsico y, siendo Clinton presidente electo, pero sin haber tomado aún posesión, exactamente por estas fechas, respaldó las decisiones tomadas por su antecesor y derrotado rival, y las que pudiera tomar en el futuro hasta que él mismo ocupara la Casa Blanca. Bush tomó dos decisiones y las dos malas: iniciar una guerra y terminarla mal. Ante el disgusto del general Schwarzkoff, Bush ordenó el fin de las hostilidades y la retirada, dejando a Sadam en el poder.
Desde entonces, el dictador iraquí no ha hecho otra cosa que desafiar a la ONU y, en especial, a los Estados Unidos. Cuando los Estados Unidos han decidido intervenir, el secretario general de la ONU ha declarado que es un mal día para la organización, pero lo cierto es que un alto cargo de la ONU, Richard Butler, jefe de la comisión especial de desarme, ordenó la retirada de los inspectores desplazados a Irak, al fracasar su misión por la actitud de Sadam. En todo este asunto no debe olvidarse el padecimiento de los civiles iraquíes, que son quienes han sufrido en sus carnes las consecuencias del embargo contra su país desde la conclusión de la guerra del golfo. Ahora, será inevitable que se mezclen las interpretaciones de todo tipo, pero es curioso que un acabado Yeltsin se ponga firme en contra de Clinton, secunde a China, mientras Francia critique la decisión y los socialistas españoles censuren a Aznar por apoyar una acción en la que Blair participa.