El audaz ataque contra el estratégico puente de Crimea, la joya de Putin, acelera la preocupante debacle rusa en todos los frentes. Desde Jarkov, al Norte, hasta Jerson, al Sur. Una línea de cerca de 1.000 kilómetros supuestamente atrincherados que, en realidad, son ya un queso gruyere para las tropas ucranianas. Un coladero. Y un hundimiento solo comparable al del Tercer Reich, cuando en 1945 los alemanes retrocedían en Europa atrapados por dos ejércitos: los soviéticos en el Este y los aliados en el Oeste. Con una diferencia: la Wehrmacht era hábil hasta en las retiradas.
La península de Crimea, con su fortificado puerto de Sebastopol y la poderosa flota del Mar Negro, fue anexionada ilegalmente por el Kremblin en 2014, ante un incómodo silencio internacional. Fue algo así como los Sudetes chechos en 1938, que Hitler se anexionó sin que las potencias europeas opusieran demasiada resistencia. En los últimos años, hasta 700.000 ciudadanos rusos se han establecido en Crimea, su nuevo trocito de la madre patria. Son clases acomodadas, que en verano disfrutan de aquellos bucólicos balnearios, tan típicos de los relatos de Chejov. O de las películas de Nikita Mikhalkov. A mediados de agosto, Ucrania dio el primer aviso en su antigua provincia: destruyó de un plumazo parte de la flota áerea de Saki, en el aeródromo de Crimea, donde los modernos cazas SU-27, SU-24 y SU-30M fueron barridos cuando estaban estacionados en la pista. Los nuevos y ricos vecinos huyeron en masa a la Rusia continental, en largas caravanas que serpenteaban por el puente de Crimea, con el susto en el cuerpo. Ya no había un lugar seguro para ellos. Fue un punto de inflexión que confirmó que la inteligencia ucraniana, bueno, en realidad la norteamericana, se había colado en los rincones más recónditos del Kremblin y del Estado mayor ruso. Tan anticuado como corrupto. Una humillación impensable en los tiempos de la KGB, en plena guerra fría, cuando las dos superpotencias se devolvían derechazos en un combate aparentemente igualado.
Ahora, el golpe del puente de Crimea certifica la defunción de un régimen ruso en descomposición. Se trata de una obra de ingeniería única, quizás la más protegida del país por las baterías antiaéreas rusas. Una carretera flotante aparentemente indestructible. Una fortaleza inexpugnable. Si la estructura caía, se hundía la comunicación entre Rusia y Ucrania, en un momento en el que las tropas de la Federación necesitan urgentemente refuerzos y municiones. Lo más preocupante, si cabe, es que la operación se ha llevado a cabo con una maestría insultante, con una superioridad apabullante. Una pequeña joya de los servicios secretos, que se estudiará en las academias militares. Han esperado a que un tren cargado de combustible pasara por uno de los tramos más frágiles para volarlo en mil pedazos e inutilizar aquella vía cuando más falta hace. Los militares, en general, vuelan puentes para aislar territorios y luego, una vez rodeados, atacarlos sin piedad. Es una estrategia clásica. Si Ucrania recupera Crimea a Putin solo le quedará una última carga de caballería con sus nuevos y bisoños reclutas, movilizados ahora con urgencia. Algo así como aquellos lanceros británicos que en 1854, en la batalla de Balaclava, cargaron absurdamente y sin cobertura contra los cañones rusos precisamente en Crimea. Una matanza tan inútil como la que pretende Putin movilizando a sus últimos reservistas. La suerte, para el zar, hace tiempo que ya está echada. Solo falta que los yankis decidan cómo y cuándo lo neutralizan.