Jordi Esteva (Barcelona, 1951) es fotógrafo, escritor y cineasta. De su libro más reciente Viaje a un mundo olvidado (Galaxia Gutenberg, 2023), toma prestado el título para una exposición antológica que se inauguró el viernes en el Centre Internacional de Fotografía Toni Catany de Llucmajor, y que podrá visitarse hasta el 25 de mayo de 2025. Laura Terré ha comisariado la muestra, que cuenta con un centenar de fotografías y cuatro audiovisuales, que recorren lugares tan variopintos como Bangladesh, Yemen, Costa de Marfil, Egipto o Marruecos.
La exposición puede considerarse una antológica.
—Sí. De hecho, la verdad es que mi libro de memorias Viaje a un mundo olvidado es una especie de making of de mis trabajos. Esta exposición refleja lo que cuenta el libro. No soy un viajero ni un aventurero, pero siempre me han interesado el desierto, los oasis, la isla de Socotra, los fenómenos de posesión y trance. Es una inquietud a la que he dedicado mi carrera.
¿Qué hay de fantástico en esos viajes orientales?
—Fui un chico sensible. No sabía nada de la guerra ni del franquismo, pero percibía lo gris de la sociedad, del nacionalcatolicismo y de la educación represiva. Soñaba con libros de geografía. Mi padre me explicaba historias de Egipto. Me prometía que me iría a ese mundo. Es lo que hice, primero fui a la India, en la época hippie, y después al Cairo, donde viví cinco años, hasta que me echaron. Son sueños de juventud que, a los 73 años, veo que he cumplido. Estoy muy contento.
¿Podría definir el estilo de sus fotografías?
—Un blanco y negro sin concesiones. Me gusta el claroscuro. Las fotografías están hechas con una Nikon de película y un objetivo de 50 mm, que es lo que se parece más a la visión humana. Me interesa más transmitir un sentimiento que lograr una fotografía perfecta técnicamente. Una foto impactante, no me interesa. Me gusta lo que no se puede explicar con palabras.
¿Qué siente al exponer en la casa de Catany y cuáles son sus complicidades fotográficas compartidas?
—Él estaba más preocupado por la estética, la puesta en escena, era más artista, y yo soy más de batalla, con un enfoque más antropológico. Hay puntos en común, como las ruinas, la gente, la búsqueda del Mediterráneo. Me propuso «cambiar cromos», nuestras fotografías. Se murió antes. Estar en la fundación de alguien a quien he querido es emocionante.
Los dos parecen buscar el Mediterráneo fuera del propio Mediterráneo.
—El Mediterráneo, más allá de ser un lugar geográfico, es un concepto, un intercambio de culturas que podemos encontrar en el Índico o en el Caribe, que tanto le gustaba a Toni, o en Egipto, uno de mis países fetiche.
Hablará en las próximas Converses de Formentor de Marrakech de un libro sobre Egipto.
—Lo de Formentor me ha sorprendido porque el lema es ‘Genios, nómadas y beduinos’, tres conceptos fundamentales en mi carrera. Hablaré de The oasis of Egypt (A. Fakhry), un libro iniciático.
En 1992, publicó una extensa entrevista de Juan Goytisolo, precisamente en Marrakech.
—Los lugares cambian. No creo que haya que regresar a los lugares donde uno ha sido feliz. Ir a Marrakech y que no esté Goytisolo es muy fuerte. No tengo ganas de moverme por la ciudad, porque todo el mundo me hablará de otras épocas. La nostalgia, artísticamente, es interesante, pero la melancolía es enfermiza. Para mí, Marrakech era Goytisolo, como Tánger era Mohamed Chukri. Cuando se han cumplido los sueños, parece que lo único que se puede hacer es volver a soñarlos.