Como vaticinó, cuatro años después de su primer poemario, Ara he vist passar una mèrlera (Adia, 2019), el también glosador Miquel Àngel Adrover (Campos, 1994) publica nuevo libro y lo hace con el aval del Premi Miquel Bauçà 2023. Tras presentar Les cares de la cugula (Adia) -que incluye una ilustración de Tònia Meravell y epílogo de Damià Rotger- el pasado sábado en Felanitx, hará lo propio el próximo 2 de septiembre en Campos.
¿Ser glosador facilita el ser poeta?
—Supongo que son dos universos que se retroalimentan. Hace poco encontré un poema que escribí a los 6 años, obviamente no es bueno, pero demuestra que siempre había escrito. A glosar empecé hace once años. Para escribir utilizo el mismo sistema que para glosar: cuento las sílabas y voy cantando cuando escribo.
Llama la atención que los jóvenes glosen...
—Porque hasta que apareció Mateu ‘Xurí' todo eran viejos. Las ganas de decir cosas no las suelen tener los viejos. Tampoco es lo mismo una glosada de gente de la tercera edad en Vilafranca que otra que se lleve a cabo en la universidad. Diremos cosas muy diferentes y de forma muy distinta y esa es la gracia.
En la glosa, como en la poesía, la forma es muy importante.
—Para mí lo esencial es que haya un equilibrio entre contenido y forma. Y por forma me refiero al reparto de las tónicas dentro del poema le otorguen la musicalidad que haga que el poema camine solo. La glosa obviamente tiene que tener métrica y ritmo, porque es la base, pero en la poesía convencional lo más importante es que haya equilibrio.
La cugula, cizaña en castellano, es una planta que echa a perder los cultivos y también hace referencia a lo perjudicial para la sociedad en el orden moral. Y añade otra acepción que remite a la decadencia de todo lo que no se mimetiza con el tiempo y el espacio.
—Es la decadencia de la gente que no se adapta al espacio ni al tiempo que les ha tocado vivir. La cugula es esa planta verde que vemos en el campo con la que todos hemos jugado, pero que no sirve para nada. Mi abuelo decía que no me la pusiera en la boca porque podría morirme y también se decía que era peligrosa para los perros si se les enganchaba en la nariz.
La decadencia es una de las claves del libro.
—Estuve trabajando en un instituto cerca de Magaluf y cada día sentía que todo aquello no era Mallorca. Cugula somos nosotros, que nos sentimos invasores en el territorio en el que hemos nacido. Pero también lo son los que vienen de fuera y tampoco se adaptan a la sociedad de aquí. Para mis alumnos, su Mallorca acaba en Portopí. Escribí el poemario anterior haciendo de socorrista en un hotel, donde no te entienden ni quieren hacerlo. Cugula también son todos aquellos que quedan después de la temporada turística.
Que un joven que no tiene ni 30 años tenga esa visión, ¿es buena o mala señal?
—Probablemente tiene más que ver con la sensibilidad que con la edad. Siempre me he relacionado con gente mayor que yo y, por desgracia, cuando empecé a glosar era el más joven y todavía lo sigo siendo.
¿El desengaño marca su generación?
—Puede que sí. Nos hicieron creer que el mundo era nuestro y nos hemos topado con un mundo cargado de mierda. La decadencia del paisaje también se ve en las personas. No veo gente ilusionada por hacer cosas y, si alguien lo está, lo tapan. Tal vez seamos la generación puente entre aquellos que, trabajando mucho, han podido hacer lo que han querido y los que tienen ahora 20 años y no podrán hacer nada a no ser que sean hijos de. Mis alumnos de 16 años quieren ser futbolistas, tik tokers o influencers. Yo, a su edad, quería ser filólogo clásico.
Un paisaje que, como dice, no es un locus amoenus…
—Es que no conozco ese locus amoenus, no existe. Cuando recibí la ayuda del IEB y tuve que explicar el poemario dije que hablaba del paisaje, pero nunca reivindicando un paisaje que no había conocido y, por tanto, que nunca había existido. Nunca han existido los paraísos.
Otros paisajes son los bares. Lex tabernaria, por ejemplo, trata sobre esas conversaciones en las que los hombres arreglan el mundo.
—Siempre me han gustado los bares de vells. Este poemario lo escribí entre el invierno de 2020 y el de 2023 y recuerdo que, en concreto, lo escribí el primer día que abrieron los bares tras el covid. En este bar, había una mesa de gente de 30 años que arreglaba el mundo. Antes del confinamiento lo hacían sus padres y abuelos, pero ahora ya es gente de mi edad.
Ellos son algunos de los personajes que transitan por los poemas, pero también hay otros más célebres, como Ícaro, Caronte o John Wayne.
—Sí. Y también he procurado poner en mayúscula algunos nombres para indicar que no son objetos, sino sujetos. Es el caso de Cugula o Ombres, que se refiere a aquellos personajes que no nombramos, que son como bultos.
Se atreve con Joan Alcover con Rialla de desolació.
—En el anterior hice algo parecido con El pi de Formentor. Lo escribí como ejercicio de creación cuando hicimos el retiro espiritual anual con los glosadores en Binifaldó. Es una parodia del paisaje como yo poético. De todos modos, no sería uno de los poemas que destacaría.
¿Y cuál destacaría?
—El de Ícar, por ejemplo, que habla del balconing, porque da juego a la hora de recitarlo, o el que ha mencionado, Lex tabernaria, pero otros más serios, como Bressol de cugula que, sin decirlo explícitamente, habla de las kelly y de la gente que trabaja con productos químicos y que no tiene tiempo de llevar a sus hijos a la playa…
Es un poemario muy crítico.
—Siempre intento serlo, aunque a veces sea de forma más o menos sutil. Cèrber, por ejemplo, es más directo. Parte de una noticia de un portero de una discoteca de Palma que no dejó entrar a un grupo porque hablaba catalán e hizo el saludo a lo Arriba España. Son cosas que está bien contarlas, pero un poema tiene que funcionar sin la necesidad de hacerlo. Un cerbero será lo mismo aquí o en China: un perro de tres cabezas con cola de serpiente que, según la mitología clásica, guardaba las puertas del infierno.