Catalina tiene 16 años y está haciendo autoestop en una carretera. Ha huido a toda pastilla de un percance desagradable que ha ocurrido en la casa de su mejor amiga. Durante esa interminable espera surgen reflexiones e inquietudes sobre la relación con su cuerpo o qué significa ser mujer en los años 90. Esta es la trama de La educación física (Seix Barral), que le ha valido a Rosario Villajos el Premio Biblioteca Breve. Lo presentará en la librería Drac Màgic de Palma el próximo 14 de julio.
Con la historia de Catalina es inevitable pensar en todo lo que está mal y se hace mal: padres incomprensivos, otros que se sobrepasan, la relación turbia y tóxica con el propio cuerpo…
—Ubiqué la historia en los años 90 para poner en evidencia que, en los tiempos que vivimos ahora, también hay muchas violencias. No soy para nada nostálgica, no creo que estuviéramos mejor en los 90, por lo menos en temas de derechos humanos, aunque parece que todo se puede ir a la mierda ahora, con lo bien que íbamos...
Lo titula La educación física en clave irónica, pues más bien queda demostrada la ‘mala' educación física que recibimos.
—Exacto, queda de manifiesto la falta de ella, de no conocer nuestro cuerpo. Éramos pequeñas y pensábamos que nuestro cuerpo estaba mal y es algo que, por desgracia, todavía ocurre. De hecho, la gente tiende a cambiar cosas de su cuerpo, a tunearse. Yo misma lo hago con los tatuajes. No queremos nuestro cuerpo, no hay un respeto por ser tal y como es.
¿Cree que los tatuajes también son un signo de violencia hacia el propio cuerpo?
—Es que los tatuajes duelen mucho. Cuando me hago uno, siempre digo que será el último, pero no es cierto. Incluyo hacerse tatuajes en las cosas que hacemos por querer cambiar nuestro cuerpo.
En los 90, pero también ahora, las mujeres tenemos que soportar presiones y violencias. ¿No ha cambiado demasiado el panorama?
—Hay muchas cosas que han cambiado, afortunadamente, pero ahora con las redes sociales se ha generado una búsqueda obsesiva por los filtros y por parecernos a ellos. La gente, sobre todo las mujeres, van a las clínicas de cirugía estética con la fotografía retocada y con filtro a la que quieren parecerse.
¿Es posible la reconciliación con el propio cuerpo?
—Me voy a morir sin saberlo, sin ver nada que se le parezca. Sin embargo, sí veo a muchas personas reconciliadas con su cuerpo, pero yo no soy una de ellas. Ahora, por ejemplo, estoy intentando dejarme las canas, salir a la calle sin antiojeras. Me he acostumbrado a salir a la calle sin maquillar, pero la gente me comenta que tengo mala cara y eso te marca.
La novela refleja la culpabilidad que sienten tantas mujeres, a quienes se culpa de todo, de generar confusiones y malentendidos.
—La culpa te la imponen a ti. Hay dos tipos de culpa: esta de la que hablamos ahora y la otra que viene de la manipulación, de no querer hacer que sus padres se sientan mal por ella, de no decepcionarlos, de sacar buenas notas y no llegar tarde a casa. Esta culpa también tiene que ver con la otra.
Lo que llama la atención es que no son solamente los demás los que la tratan así, sino que también son sus propios padres.
—Es que ellos también han recibido cierta educación. Siento compasión por los padres de Catalina porque a saber lo que han vivido ellos. Un clásico de la época es tener a un padre ausente que solamente está para firmar las notas, mientras que la madre es la que se ocupa de todo.
Catalina tiene 16 años, ¿hablamos de una niña o de una mujer? No hay que caer en infantilizaciones, pero tampoco en la hipersexualización.
—Tiene dieciséis recién cumplidos, pero es que cuando pienso en mi yo de veinte años me parece que era una cría. Oficialmente, eres adolescente hasta los veinticuatro años porque al parecer tu cerebro no ha terminado de desarrollarse. Por eso necesita salir y hacer un montón de cosas que una persona adulta vería como una locura. Una de ellas es hacer autoestop, pues nos vendieron que era algo terrible y que daba vía libre para matar.
Como fue el caso del crimen de Alcàsser, que marcó toda una época y a una generación.
—Es un crimen de una generación posterior a la mía, tengo la edad que tendrían ahora las chicas. Y claro, con catorce años te agarras a la vida, quieres salir y tienes a los padres aterrorizados. Luego vinieron otros casos, como el de Marta del Castillo, y ahora están los pinchazos en las discotecas. Pero insisten en que somos nosotras las que tenemos que quedarnos en casa. Si hay más niñas que niños, ¿por qué no se quedan ellos en casa? Y no es que sean todos así, ¡pero cómo tratan los medios a las mujeres! Como si fuéramos un producto que hay que proteger. Estoy segura que hay muchos tíos que van de progres y feministas y tienen chats de WhatsApp con sus amigos que dan asco.
Algo que parece que empeorará...
—Cuando entro en Twitter estoy muerta de miedo. ¡Estamos tan cerca de estar fatal! También pienso en un montón de personas que perderían sus derechos. Me aterra lo que pueda pasar con Vox.
La música está muy presente en la novela, sobre todo Nirvana y Kurt Cobain, que es todo un ídolo de masas. ¿La música refleja la sociedad o más bien la influencia?
—Refleja lo que hay, pero también puede influenciar. En aquella época estábamos a años luz de otros países. Tampoco tiene nada que ver las letras de Kurt Cobain con las que hay ahora. Nirvana realmente hablaba del hartazgo de la juventud y justamente los que las cantábamos hemos sido los que se han ido de España una temporada para conseguir una nómina. Pero no te puedo hablar mucho de la música actual, la que yo escucho no habla de estas cosas.
¿De qué habla de la música que le interesa?
—Me interesa el flamenco, ahora escucho sobre todo a Rocío Márquez y Bronquio. En realidad son letras que van a estar para siempre. También me gusta mucho Rosalía. Tengo que decir que no fui seguidora de Nirvana hasta tarde, hasta años después de la muerte de Cobain. No tenía fiebre del grunge, aunque se juntaba gente inofensiva y muy tranquila, a pesar de lo que pudiera parecer.
¿Qué sentía al escribir este libro?
—Cuando lo estaba escribiendo sentía rencor y hartazgo, pero cuando lo terminé, lo envié y gané el premio y todo eso sentí alivio y comprensión, especialmente por el feedback de la gente. Estoy viendo que quien mejor lo recibe son chicas de veinte años. Me dicen que se sienten acompañadas y pienso que ojalá hubiera tenido yo este libro cuando era adolescente.
¿Cómo fue ponerse en la piel de una chica de 16?
—No fue nada fácil. De hecho, es el libro que más me ha costado escribir porque he tenido que recordar cosas que había dejado debajo de la alfombra: pequeñas humillaciones que yo misma había olvidado, o comentarios y opiniones sobre mi cuerpo cuando iba por la calle, o un chico que me dejó de hablar porque no le consentí... Esas cosas siguen ocurriendo y muchos profesores de instituto que lo han leído me dicen que esta novela tendría que estar en los institutos.