Por un puñado de dólares, El bueno, el feo y el malo, Érase una vez en América, La misión, Los intocables de Elliot Ness, Cinema Paradiso o Los odiosos ocho son algunas pocas películas a las que puso música Ennio Morricone (Roma, 1928 - 2020), el compositor de cine más reputado y prolífico del siglo XX. Poco antes de morir fue distinguido con el Premio Princesa de Asturias de las Artes junto al también compositor John Williams. Alessandro de Rosa (Milán, 1985), con su perseverancia, no solo logró conocer a il maestro, sino que se convirtió en su discípulo y en su biógrafo. Este jueves 16 de junio, a las 20.30, ofrecerá en los Multicines Manacor un coloquio posterior a la proyección del documental Ennio: The Master, de Giuseppe Tornatore, en el que también participó. Además, el sábado, a las 19.00 en el Conservatori, impartirá la clase magistral Pasolini i Morricone. Una abraçada trascendental més enllà del cinema. Ambas actividades están impulsadas por Cinemaclub 39 escalons en colaboración con la Associació Balear Amics de les Bandes Sonores, Departament de Cultura del Ajuntament de Manacor, Enviu y el Conservatori de Música de Manacor.
¿Cómo conoció a Morricone?
—Yo tenía 19 años. Fue el 9 de mayo de 2005 en el teatro de Milán, después de una conferencia. Al final del acto conseguí darle un CD con obras mías y una carta en la que le pedía que fuera mi profesor. Al principio él no quiso saber nada, pero insistí y acabó aceptando. Al día siguiente me llamó, dijo que había escuchado mi composición, pero que no podía ser mi profesor por temas de trabajo. Pero que me devolviera la llamada me cambió la vida. Me animó a estudiar música y composición. Me dio algunos consejos y después conocí al que sería mi profesor, Boris Porena.
Se convirtió en su amigo y, de hecho, le dejó escribir su biografía, En busca de aquel sonido: Mi música, mi vida (Malpaso Ediciones, 2017). ¿Cómo surgió?
—En realidad es una autobiografía en forma de conversación. La verdad es que fue algo gradual. Yo le iba enseñando mis creaciones y él me las comentaba. Siempre me decía cosas positivas, me animaba mucho. Continué mis estudios en el Conservatorio Real de La Haya. Le mandé una carta contándoselo. Me llamó de nuevo, siempre lo hacía, y me dijo que cuando volviera en verano para visitar a Boris le fuera a ver también a él. Dijo que tenía que darme algo porque los comienzos siempre son difíciles. Así pues, fui a verle en verano de 2012. Me dio un ensayo de diez páginas sobre su vida y su obra, que usaba en sus conferencias, y me pidió que lo leyera. Diez páginas, claro, no daban para contarlo todo, así que me pregunté: ‘Por qué no usar nuestro tiempo en explorar todas esas vivencias más a fondo?' En esos momentos yo vivía en Países Bajos, pero le propuse vernos una vez al mes o cada dos semanas y charlar sobre su vida y su trabajo. Mi idea era hacer el mejor libro que se hubiera escrito sobre él.
¿Le costó convencerle? Debió de ser un proceso largo y complejo.
—Le gustó la idea, pero fue un proceso largo. Antes de los encuentros, que siempre grababa y transcribía palabra por palabra, me documenté muchísimo y vi todas sus películas. Las primeras conversaciones empezaron en 2013 y terminamos en 2015. El libro se publicó en 2016. Fue un proceso de conocernos el uno al otro, de tenernos confianza.
¿Qué fue lo más difícil?
—Creo que fue hacerme la idea de que me convertía en su biógrafo, porque lo que yo quería era que me diera clases, pero luego pensé que quizás que me contara su vida, que compartiera conmigo sus experiencias era todavía más interesante. Ennio me dio carta blanca para hacerlo. Me insistía con una frase que a su vez le dijo a él Pasolini la primera vez que trabajaron juntos: trabaja con libertad y hazlo lo mejor que puedas.
¿Qué le sorprendía más de él?
—Era un hombre que trabajaba a todas horas. Sabía cómo hacer música, sabía quién era él, pero a la vez también le sucedía lo contrario: siempre quería aprender. Descubrir el carácter de Ennio era también descubrir a una persona contradictoria. Y eso era importante para mí. Él se definía como un monje benedictino, era toda una inspiración de dedicación.
¿Qué destacaría de su legado?
—Su legado es enorme porque abraza una buena parte de la cultura italiana. Fue un vanguardista musical. No solamente compuso piezas para cine, sino también para teatro y además fue un reputadísimo arreglista. Siempre intentaba aportar algo nuevo en lo que hacía, aunque lo hubiera hecho mil veces. Creo que si uno observa toda su trayectoria hay coherencia pero también diversidad. Es una personalidad famosa, pero solo conocemos la superficie y es interesante ir más allá, y no solamente para los músicos, sino para todo el mundo.
¿Cuál diría que es su mejor banda sonora?
—Personalmente creo que Érase una vez en América, de Sergio Leone, pero también destaco una partitura llamada La creazione, que compuso cuando todavía no era muy conocido en el mundo del cine. Se puede sentir la ambición y el comienzo de muchas tendencias morriconianas.
Le dieron un Oscar honorífico en 2006 y en 2016 el Oscar por Los odiosos ocho. ¿No cree que llegaron un poco tarde y que merecía más?
—Creo que la Academia no le reconoció como es debido en muchas ocasiones. Pero su trabajo fue y sigue siendo muy reconocido. Ganó muchos otros premios. Los Oscar son prestigiosos, pero no es lo único que importa. Ahora bien, que no ganara el Oscar por La misión fue especialmente doloroso para él.
¿Qué puede avanzar sobre la clase magistral que impartirá el sábado?
—El título lo resume muy bien. La colaboración entre Morricone y Pasolini fue muy extraña porque eran personas muy diferentes, con maneras muy distintas de ver la vida. Desde que se encontraron por primera vez en Uccellacci e ucellini (1966), no dejaron de estar en contacto. Fue una relación muy especial y profunda que trascendió el cine. Morricone le pidió las letras para algunas piezas suyas y Pasolini le pidió a Morricone algunas obras musicales para sus obras teatrales. Morricone le respetaba mucho a pesar de sus diferencias.