Puede que desde la retirada del Tato Abadía, protagonista en las colecciones de cromos de los noventa mientras vestía la camiseta del Logroñés, no haya habido en el fútbol español un bigote con tanta personalidad como el de Abdón Roger Prats Bastidas (Artà, 1992). Su mostacho, asociado siempre a fotos espectaculares y goles imposibles, es uno de los elementos más representativos para ese mallorquinismo militante que tanto ha florecido durante la última década y que colorea de forma natural las gradas de Son Moix desde aquel paso por el túnel de la Segunda B.
Ahí está precisamente el origen de la leyenda de Abdón, en los campos de hierba sintética que poblaban el extinto grupo III entre 2017 y 2018. La foto de su regreso, junto a Javi Recio en la cantina del Club Náutico de la Colònia de Sant Pere, también es historia del Mallorca. Puede que del fútbol, en general. Una imagen que en la Primera División de estos días no superaría los filtros de ningún community manager pero que define con mucha precisión al protagonista. Al Dimoni d’Artà.
Antes de su vuelta al club, allanada por el descalabro del descenso consumado en Anduva, Abdón había sido otro futbolista. Debutó con Joaquín Caparrós en la Copa y tuvo un leve contacto con la Primera División, aunque tuvo que curtirse de verdad en lugares como Burgos, Tenerife, Miranda o Santander antes de ayudar en las tareas de reconstrucción del equipo para ponerse después la capa de superhéroe aprovechando la magia de una Nit de Sant Joan o la alerta roja decretada durante un partido contra Rayo que podría haberlo cambiado todo. «Mallorquinistes, gràcies a l’amor que m’heu donat sempre he tengut clar que acabaré la meva història aquí, amb voltros», escribía él mismo en sus redes para resumirlo todo. Para sellar una alianza que cada vez tiene menos que ver con lo futbolístico.