Fernando Fernández |PEKIN
Si alguien es capaz de poner en duda que Rafael Nadal se va a marchar de Pekín con una medalla al cuello, está equivocado. Muy equivocado. El tenis contundente del mallorquín se ha convertido en una pesadilla para sus rivales. El último en sufrir el rodillo del próximo número uno del mundo fue el ruso Igor Andreev, que poco pudo hacer ante el insultante recital del líder del equipo español (6/4 y 6/2 en una hora y treinta y cuatro minutos). Apenas aguantó seis juegos al frenético ritmo que Nadal imprime a los partidos y el desgaste psicológico con el que castiga a sus oponentes. El balear llega a todos los golpes, responde de manera efectiva y se queda solo en la pista. Esos argumentos le sirvieron para plantarse en los cuartos de final, e igualar el techo del tenis del archipiélago en sus contadas presencias olímpicas (Carlos Moyà, 2004). Allí le espera el austríaco Jurgen Melzer, un jugador del montón al que la historia pone ante un reto de dimensiones industriales: apartar de las semifinales del torneo olímpico a su gran favorito.
Andreev mostró su mejor cara en un arranque que Nadal siempre usa como tanteo, como estímulo para los que se atreven a ponerse ante él. Eso sí, el tetracampeón de Roland Garros no cede con su servicio y eso suele empezar a desesperar a los que, como Andreev, fuerzan la máquina creyendo que es su día, que serán capaces de derrotar. El ruso intentó llevar a Nadal al fondo de la pista con golpes dirigidos a los que siempre hallaba contestación. Hasta que el español dijo basta. Fue en el séptimo juego. Los cañonazos de Andreev traspasaban la línea de fondo y el manacorí consumaba un break (4-3) que dejaba resuelta la primera manga. No había síntomas de debilidad por su parte, y sólo necesitaba corroborar con una rotura de saque lo que todos intuían.