El Mallorca tiene un serio problema. Juega bien y tiene una capacidad para intimidar destacada, pero le cuesta medir su fuerza y eso suele acarrear unas consecuencias muy tóxicas. Ayer, en el Riazor más accesible de la era moderna, perdonó una ocasión para situarse a la altura de los grandes y regaló un partido que tenía bajo su manto por culpa, como no, de una expulsión evitable. Al final, un punto que sabe a gloria, pero que sobre el papel parece algo devaluado (1-1).
El once bermellón quiso ahondar muy pronto en la herida del Deportivo, pero se encontró con más problemas de los que había en sus previsiones. Los baleares, despojados de Ibagaza y también de Jonás, le cedieron enseguida la vara de mando al anfitrión y se limitaron a esperar dentro de la cueva, dejando al descubierto algunos síntomas de nerviosismo que no le ayudaron en nada. Las imprecisiones en la salida del balón eran constantes y las prisas dominaban cada uno de los intentos de ataque. Nada que ver con el fútbol de alta escuela de las anteriores jornadas. Los de Lotina, en cambio, se multiplicaban al rebasar la frontera del medio campo y aunque adolecían de dinamita a la hora de ejecutar a Moyà, se habían hecho con el gobierno del duelo.
Pero el Mallorca de esta temporada necesita muy poco para matar a su enemigo, o al menos para herirlo de gravedad. Le basta con propulsar un contraataque y que el balón le caiga delante a Dani Güiza. En esta ocasión, el encargado de lanzar la ofensiva fue Tuni, que encontró apoyo en la derecha, donde se proyectaba Varela. El de Dos Hermanas se burló de su marcador con un recorte ajustado y sacó su fusil de emergencia, el zurdo, para acribillar a Aouate. El balón fue a parar al larguero y su rechace descendió a los pies de Güiza, que marcaba a placer, sin presión ni prisas.