Llevábamos solo dos partidos y medio de Eurocopa cuando al planeta fútbol se le encogió el corazón. El duelo nórdico entre Dinamarca y Finlandia se arrimaba al descanso y se interrumpía de golpe después de que Christian Eriksen se desplomara sobre el césped del Parken sin conocimiento ni motivo aparente. La fiesta del balón y la alegría de las gradas, coloreadas de nuevo por los aficionados, daban paso a una serie de imágenes horribles, la mayoría de ellas evitables por parte de la realización internacional de la UEFA. Casi diez minutos de agonía entre un doloroso silencio en los que el futbolista del Inter era atendido por los médicos a ras de hierba tras el biombo humano que formaban los propios compañeros del danés. Una escena asfixiante y dramática que enterró la pelota. Una espera pastosa y eterna que solo aliviaron los flashes que iban llegando de forma escalonada desde el Hospital del Reino de Copenhague: Eriksen estaba «estable» y «despierto».
Fue casi una hora de oscuridad, nervios e inevitables recuerdos, hasta que la Europa futbolística recuperó la respiración y el pulso. Sorprendentemente, tan rápido como habían desaparecido. El partido se reanudó —al parecer, a petición de los mismos futbolistas— y se zanjó después con la admirable victoria de Finlandia en el que era su bautismo en un gran torneo internacional. Lo cierto es que tampoco importaba demasiado. Daba igual. El deporte y la vida acababan de ganar otro. Y era importante de verdad.