S'Estret de Valldemossa se abre entre las peñas cortadas del Puig de na Fàtima, situadas a la derecha subiendo des de Palma (este), y las laderas de la Mola de Son Pacs, con el espolón llamado el Morro de sa Bombarda , a la izquierda si vamos hacia Valldemossa (oeste). Es un lugar icónico para Valldemossa, de tal modo que, siguiendo el juego de imágenes y topónimos de la llamada heráldica parlante, S'Estret aparece en el escudo de Valldemossa, precisamente por ser la entrada al magnífico valle. Por su valor estratégico en términos viarios y por el difícil paso a superar, S'Estret ha sido un punto de referencia en las narraciones de viajeros y escritores, desde Jeroni de Berard (1789) y George Sand (1839) hasta Gafim (1952). Parece que en época musulmana se denominaba Alfaitx (el freo o el desfiladero... S'Estret, en definitiva); el topónimo aparece en la «Remenbrança de Nunó Sanç», poco después de la conquista de Jaume I; concretamente, se menciona al Rafal Alfaitx, que podría designar las actuales posesiones de Son Morro, Son Matge y Son Brondo. Podemos recordar también que el lugar acogió vida humana en el horizonte más antiguo de la prehistoria mallorquina, ya que se encuentra el importante yacimiento arqueológico conocido con el nombre de abrigo o ‘balma' de Son Matge. Hasta el año 1783 sólo exisía un camino de herradura. La crónica de las obras del claustro renacentista de Cartuja, del año 1519, menciona el periplo de la piedra hasta llegar al monasterio: «La pedra fonc forçós venir per mar de Santanyí al moll, amb carros a l'estret i d'ací en casa [Cartoixa], a coll de bèsties». Jeroni de Berard sitúa el origen del camino de carro en 1783: «se abrió un camino hasta s'Estret, que es el freo que forman dos montañas, media hora después de S'Esgleieta. Los esfuerzos de los propietarios de las posesiones, de los monjes cartujos y de los vecinos consiguieron que el camino superara el torrente, que era un gran obstáculo, especialmente durante el invierno. El camino es una de las obras más heroicas de este tiempo debido a las dificultades que suponía nivelar el terreno y romper las grandes rocas que había». Sin embargo, parece que el camino de carro abierto en 1783 sólo llegaba hasta el hostal de Can Viscós, tal y como reseña el Archiduque: «Alcanzamos el hostal de Son Viscós, donde en otro tiempo se detenían los carros que hacían camino a Valldemossa, por no ser ya este practicable más allá de este punto».
El camino de carro de 1783 debió deteriorarse, ya que George Sand, en 1839, afirma que los carros no podían llegar ni al pueblo ni a Cartuja; dice la escritora parisina: «En diciembre, la montaña reía y el sol encajonado de Valldemossa se abrió ante nosotros como un jardín primaveral. Para llegar a la Cartuja hay que poner pie al suelo, porque no hay ningún carro que suba el camino empedrado que conduce al antiguo monasterio, un camino admirable a la vista, por las sinuosidades entre hermosos árboles y por los parajes encantadores que se extienden a cada paso, de belleza creciente a medida que sube... Cuando, al mirar el barro y la niebla de París, me coge el esplín, cierro los ojos y vuelvo a ver, como en sueños, esa montaña verde, aquellas rocas rojizas y esa palmera solitaria perdida en un cielo rosa».
Hacia el año 1880 el Archiduque, ¡cómo no!, habla del lugar, y describe la subida desde S'Esgleieta: «Las colinas existentes a uno y otro lado, limitadas a la izquierda por la majestuosa Mola de Son Pacs y a la derecha por el siempre espectacular Puig de na Fàtima, cuya masa gris es visible desde gran distancia, van cerrándose sobre nuestro camino hasta llegar al Estret de Valldemossa, barrancada de suave pendiente inicial y abruptos escarpes al pronto. Pinos, algarrobos y abigarrados arbustos componen el manto vegetal de estas laderas en cuyas, ora grises ora rojizas, cimas destaca la presencia de encinas agrupadas en densos macizos aislados. Y en mitad del exuberante verdor cursa atropellada y ruidosamente el Torrent de Valldemossa a la sombra de algunos chopos, para verter parte de sus aguas en un gran ‘safareig' visible en la parte derecha del valle. Antes movían aquéllas un pequeño molino del que hoy no quedan sino unos restos donde asientan con gran medro vigorosos zarzales y otras formas arbustivas. Reina en el Estret un solazante frescor durante todo el verano y se encauza entre sus paredes una corriente de aire fresco perceptible en la totalidad del valle». Curiosamente, el Archiduque Luis Salvador recoge la idea de los propietarios que pueden comer alrededor de la piedra que sirve de deslinde de sus posesiones, como en la cima del monte de Galatzó: «Una cruz de madera sobre base de piedra marca a la derecha el lugar donde, si gustan, quatro propietarios pueden sentarse a comer en terreno propio, linde pues de cuatro posesiones independientes». Continúa el Archiduque: «Al cabo del Estret se ensancha notablemente la carretera, que avanza en lo sucesivo bordeada de viejas encinas, salva la torrentera por un puente de un ojo y busca en la distancia las propiedades de Son Brondo y Son Salvat. Queda a la derecha Son Morro, y el valle se abre al punto para cerrarse de nuevo sobre si mismo cual caldero de rocosas paredes. El torrente riega diversos huertos de naranjos, y adornan el paisaje las ya conocidas y hermosas casas de possessió de son Matge, Son Brondo y Son Salvat».
Con los años, la ingeniería vial ganó terreno a las dificultades del camino, especialmente cuando hacia los años 1940, el ingeniero Miquel Forteza, como dice irónicamente Gafim, «ha pulverizado el legendario prestigio de S'Estret construyendo un puente que ha eliminado completamente el poco de peligro que, por un poquito de pudor, algo de respeto de la tradición, conservaba S'Estret...«. Hacia el año 1908 debió pasar la anécdota que cuenta Santiago Rusiñol del supuesto atraco en S'Estret, una broma rusiñoliana, realmente. El escritor y pintor modernista conocía perfectamente el lugar, ya que S'Estret constituía uno de los lugares de su mundo pictórico. Resulta que Rusiñol era íntimo amigo de Miquel Maura, hijo del político Antoni Maura; cuando se enteró de que Miquel Maura y Joan Sureda y Bimet debían ir de Valldemossa hacia Palma, Rusiñol y un amigo se vistieron de bandoleros, cogieron unas viejas pistolas y se colocaron en el lugar más estratégico del camino, dispuestos, como dice el biógrafo Laplana, a representar un atraco con todas las de la ley. Dicho y hecho: »La bolsa o la vida", dijeron. Las víctimas de la pesada broma no sospecharon que aquello fuera un montaje; de hecho, resulta que Miquel Maura no llevaba ni cinco, y, llorando, suplicaba que le salvaran la vida; en cambio don Juan, muy digno, arrojó a la cara de los bandoleros sus setenta duros. Cuando los falsos atracadores se dieron a conocer, las presuntas víctimas no daban crédito de ello y los querían linchar. A Rusiñol le gustaba contar que éste fue el único incidente que, por un instante, alteró la quietud de esa tierra.