Esta pasada semana tuvo lugar la festividad del Corpus, cuya celebración en la Mallorca de antaño marcaba el principio de la temporada de tomar helados. La tradición era tomar el primero en esa fecha, a ser posible tras contemplar el solemne paso de la procesión que recorría nuestras calles en el señalado y reluciente jueves en el cual debía caer obligatoriamente. Ahora la fiesta ha variado ligeramente su posición en el calendario, pero sigue marcando un tiempo de climatología bien adecuada para disfrutar de esos fríos dulces.
Los helados tradicionales tienen poco que ver con los que ahora podemos encontrar en los numerosos puntos de venta de sus equivalentes modernos, estratégicamente situados en nuestras calles más visitadas por el turismo o en los supermercados. La diferencia principal con los vigentes ahora, es que los antiguos mantenían la tradición transmitida por los sherbets y yilads árabes a los sorbetes y aguas heladas. En cambio, la gran mayoría de los helados disponibles en la actualidad, siguen el modelo muy posterior de los ice creams o cremas heladas, cuya atractiva textura depende sobre todo del porcentaje de aire que llevan incorporado.
Mallorca cuenta con una muy antigua tradición heladera, bien conocida y de trayectoria identificable desde los últimos siglos medievales. Uno de sus hitos más singulares nos lo brinda el Liber Elegantiarum de Joan Esteve (1439) donde figuran mencionadas las gelaterias, como productos alimentarios ya bien conocidos en las mesas de ese tiempo. Ahora bien, dicho conocimiento no implica cotidianidad ni disponibilidad, ya que su elevado coste restringía su consumo solo en mesas de gastrónomos dados a la prodigalidad y la dilapidación. Sus composiciones y técnicas de preparación aparecen en los recetarios medievales árabes orientales, aunque no en los cristianos. Probablemente porque la simplicidad y sencillez de las segundas permitía confiar en la memoria para su repetición. De la modesta técnica utilizada da testimonio la presencia en determinados inventarios de nuestras casas medievales y renacentistas de un utensilio doméstico denominado refredador, destinado a enfriar bebidas o frutas. Seguramente ésta práctica determinó que la recogida de nieve se transformara en una actividad más sistemática, cuyos primeros testimonios comerciales comienzan en Palma a finales del dieciséis.
La tradición y afición se consolidarían a lo largo de las centurias siguientes, al tiempo que se ampliaba la red de pozos de nieve. La creación o invento de la heladera en tierras italianas y su incorporación por los establecimientos heladeros isleños, aportaría eficacia a los procedimientos de congelación y a los resultados obtenidos. Esto propició que la demanda de nieve disminuyera primero y se estabilizase después, con lo que pudo abaratarse el producto y hacerlo asequible y atractivo para toda la población isleña. La afición de los palmesanos por los helados, según cuentan algunos observadores de las costumbres locales novecentistas, llevaba a muchos a desayunar un bollo y un sorbete de limón durante los meses más calurosos. Era una forma de empezar el día refrescándose.