Insistió este a mi padre para que se quedara a comer, y que fuera yo también, por lo que asistí por primera vez a un yantar de Padrón entre abades. Al ponernos a manteles fue nuevamente felicitado por todos los clérigos de la mesa que se reunían en Vaamonde, el predicador, que agradeció particularmente lo que decía mi padre. Luego nos sentamos todos y comenzaron a desfilar los sabrosos platos. Desde la sopa de sustancia, en la que se tenía una cuchara en pie, hasta las truchas pescadas aquella misma mañana, por don Emilio, el cura, que era gran pescador, al buen cocido barroco en el que nada faltaba, y el cabrito con ensalada… En eso tienes sabiduría, dijo don Emilio, a lo que había afirmado el viejo Abad de Vedra, relamiéndose, pues opinaba que el Brensellau y el Caiño eran los padres del vino, y criaban buena sangre. Es mucha verdad -dijo don Emilio- que el vino de las cepas viejas calienta las orejas y hace al viejo mozo… Y añadió dirigiéndose a don Amando: Después del arroz con leche tiene usted que probar estas pavías únicas (variedad de pérsico, fruto de piel lisa y carne algo dura y pegada al hueso).
Me las dio cogidas con mimo, del árbol, el Marqués de Santa Cruz… Y las pavías aromadas y disueltas en el rubí del vino resultaron ser una pura delicia. Tras el café se armó la tradicional partida de tresillo…».
Este fragmento literario pertenece a la novela Memorias de una tierra, de Xosé María Castroviejo, compostelano, licenciado y doctorado en leyes y letras, profesor en la Facultad de Derecho en 1935, que intervino en la Guerra Civil un año más tarde como voluntario, siendo herido, y luego director del periódico El Pueblo Gallego.