En nuestros recetarios y literatura al uso las cerezas son habitualmente contempladas como un fruto efímero y solo destinado a ser consumido directamente. Nuestra repostería lo ha utilizado en poco frecuentes confituras, incluyéndolo en alguna rara coca con fruta y muy insólitamente conservado en aguardiente. Acaso porque a pesar de su presencia en Europa central desde el Neolítico y Edad del Bronce, en nuestra isla han sido árboles importados, de discutible adaptación y rendimientos irregulares. A pesar de ello, diversas variedades locales de esta fruta están reconocidas oficialmente como propias de Mallorca por el Ministerio de Agricultura y Pesca, Alimentación y Medio Ambiente. Buena prueba del éxito que su aceptación tiene entre los mallorquines, entre los cuales existen verdaderos devotos de estas rojas perlas.
Las primeras noticias de su cultivo y consumo humano se remontan al siglo IV antes de Cristo en la zona del Cáucaso. Desde allí serían conocidas e importadas por los griegos y más tarde los romanos. En este sentido apunta su nombre griego kerasios, que está en la raíz del latín ceresia o cerasium, del cual derivarán el alemán kirsche, el castellano cereza, el catalán cirera, el francés cerise y el inglés antiguo cirse. Uno de los posibles importadores romanos podría ser el cónsul Lucio Licinio Lúculo (ca. 11 a. C - ca. 56 a. C.) pródigo y refinado gastrónomo, sobrino de nuestro conocido Quinto Cecilio Metelo Baleárico (s. II a. de C.). El entonces procónsul Lúculo habría tenido ocasión de conocerlas en el curso de sus campañas contra Mitrídates VI y traerse esta entonces desconocida fruta entre otros trofeos de su triunfo, que cultivaría en sus legendarios Horti Luculani del monte Pincio.
Su divulgación en Europa fue algo irregular, pero en la Francia e Inglaterra medievales las cerezas eran habituales como postre. Un ejemplo de estos era el llamado Chireseye, consistente en un budín frío de puré de cerezas con vino tinto, mantequilla y azúcar, ligado con pan rallado y decorado con ‘clavos de girofle' (clavos de especia). Su receta figura en el manuscrito del jefe de cocina del rey inglés Ricardo II titulado The forme of Cury (1390) y en el Liber Cure cocorum (1430) manual culinario en verso procedente del Lancashire.
De su posible presencia en nuestra isla da un primer testimonio su mención por el franciscano renegado Anselm Turmeda (1355?-1423?). Figuran entre las incluidas en el idílico huerto ajardinado donde dialoga con la imaginaria representación de la isla de Mallorca descrito en las Cobles de la divisió del Regne de Mallorca (1398). Es de suponer que por entonces estaban ya arraigadas en nuestros campos y accesibles para nuestras mesas. Su continuidad la refleja expresamente la mención que hace de ellas el Arxiduc Lluís Salvador en su Die Balearen (1871). Para entonces su principal zona de producción se localizaba en tierras de Binissalem y su cosecha se destinaba al consumo directo e inmediato.