El primer amor nunca se olvida, o eso dicen. El mío fue France Gall. Aunque nos separaba un abismo generacional, el hecho de que ella viviera en París y yo en Barcelona y, claro está, el pequeño detalle de que nunca llegamos a conocernos. Pero eso no impidió que la venerase hasta forjar un pedazo de la banda sonora de mi vida con sus canciones. Su música rezuma una dulzura tan enternecedora como los pasteles de Andrea Terrades Massion, una francesa, hija de mallorquín, que hornea sueños. De fresa, chocolate, merengue y lima.
Y es que, como a Juliette Binoche en Chocolat, el dulce arte de la repostería carece de secretos para esta veterana artesana que con «paciencia, amor y los mejores ingredientes» fabrica eso, sueños. Los tangibles. Porque del Ferrari, la casita en los Hamptons y el puñetero viñedo en la Toscana mejor nos olvidamos. Si madruga, paga hipoteca y pierde el resuello para llegar a fin de mes sabrá que el pobre, hasta para soñar, lo hace con los pies en la Tierra. Nuestros anhelos son más telúricos. Y de ellos se ocupa gente como esta simpática y dicharachera repostera, que tras más de medio siglo en la Isla, aún desliza las vocales con esa dicción afrancesada tan dulce como los bizcochos ‘tuneados' que salen de su horno.
Sueños
Como parece que la cosa va de sueños, hablemos de los no realizados. Y es que, aunque no lo confiese, les apuesto un penique que nuestra protagonista ha soñado con exponer su obra en alguna de las confiterías de la parisina Place de la Madeleine, «en Francia hay una gran tradición pastelera». No hace falta que lo jure. A sus 69 años, sigue al pie de la letra las recetas que ha ido acumulando en su meloso itinerario profesional, y tiene claro que para triunfar no hay que escatimar en calidad. «Aquí trabajamos con frambuesas y arándanos frescos, y también mantequilla salada, como en Francia». El «cariño y el respeto» son otros argumentos a los que acude de forma recurrente.
Aunque ya es toda una veterana, su memoria es la de una joven. Y como tal, evoca con presteza y frescura estampas del pasado, cuando se iniciaba en la repostería «para los alemanes de Peguera, primero en un salón de té y luego en mi propia cafetería, el Café París». Pero el destino le reservaba un último y sorprendente giro, «conocí a mi actual compañero –el propietario del Celler Sa Sini–, cerré y me vine a Santa Maria, y aquí llevo 25 años». Este será su último año en activo, se jubila el próximo mes de julio. Atrás quedarán sus más de cincuenta deliciosas recetas, «veinticinco de las cuales pueden degustarse a diario en la carta de Sa Sini, aunque los domingos suele haber alguna más. Es la mayor oferta repostera de toda la Isla», afirma con orgullo de madre primeriza. Pocos saben que mucho antes de manejar la espátula, lo que Andrea sostenía eran números. «Estudié contabilidad en Francia hasta los diecisiete años, me ha servido para calcular los precios de coste. Es importante para saber si vas a sacarle rendimiento económico a una tarta».
El bar que entre columnas de humo y música de los 60 me descubrió a France Gall –la dulce francesita con la que abría este reportaje– desapareció hace años, del mismo modo que, en breve, se esfumará la impronta pastelera de nuestra protagonista. Y será porque tengo alma vieja y soy un melancólico incurable, pero detesto las despedidas. Me entristece pensar que un día la espléndida mesa de los postres de Sa Sini no llevará su firma, por mucho que a ella se le ilumine el rostro hablando de su sucesor, a quien ha legado toda su sabiduría culinaria. La física, ya saben. Nada es eterno, todo desaparece: los pasteles de Andrea, France Gall, L.C. –una jovencita maravillosa que se cruzó en mi vida y, lo crean o no, guardaba un parecido extraordinario con la cantante francesa– y el bar Bretón… a cuya puerta monto guardia mental, de tanto en cuando, con una absurda esperanza. Y me digo que los viejos amores, los que nunca mueren, ni se reemplazan, ni te decepcionan, tienen algún día, por fuerza, que regresar.