Los bancales han sido su refugio espiritual y su casa es su torre de marfil. Es Nils Burwitz, un artista irremisiblemente asociado al pueblo de Valldemossa. El mapa de su vida y obra se podría trazar en un paseo por su casa, en un itinerario por los bancales de sa Coma, en el empedrado de las calles del pueblo. Todo en su pintura es simbología y se reconoce el arrebato de reivindicación en pinceladas teñidas de activismo artístico. Nació Nils en una Alemania sacudida por los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial.
En la de posguerra, le tocó vivir en todas las zonas de ocupación, en un incesante trajín de sensaciones cercanas a la rabia y al miedo. Su viaje interior y exterior le llevó a Sudáfrica. Allí expresó su compromiso con la causa de la humanidad. El Apartheid sudafricano queda reflejado en su obra y en su vida. Fue el bailarín Ivan Nagy quien le contó que existía un paraíso en la tierra. Burwitz, refugiado también de las tropas soviéticas, se marchó a ese lugar llamado Valldemossa.
«Dos años después, en Sudáfrica, una vidente me leyó el futuro. Me dijo que vivía en una casa que ningún arquitecto podría dibujar». Reímos ante la evidencia.
Un rincón privilegiado
El hogar del artista, en una empinada calle de camino a la iglesia, es uno de los rincones más fotografiados por los turistas. La mañana en que le visitamos está repleto de la obra de la exposición en la Fundación Coll Bardolet para conmemorar su trayectoria. Dos escalones separan dos alturas de la entrada y los arcos delimitan zonas del salón y comedor donde todo está colocado en un ordenado caos que le mece en el sosiego. «Mi casa era un espacio entre dos viviendas, es un punto de interrogación perfecto. Era almacén, piara, y luego fue una pequeña casa de angosta distribución». La casa aprovechó huecos, terrazas y conquistó espacios que servían para otros menesteres. «Encontré el eje del salón y estancias vecinas cuando compré unas puertas que se habían desmontado de la Cartuja. Me enamoré de su perfección. Ahora me separan de la terraza inferior donde apilo obra y pinto».
Mientras hojeamos Los Bancales de Marina, el libro de pinturas y textos dedicados a su mujer, sentimos que algo flota en el aire. A veces los muebles hablan, y mucho dicen de Marina y de él el antiguo escritorio, el mueble para vajilla, el samovar, la iconografía religiosa o la balalaika. Objetos heredados que guardan ecos de antaño. Adquiridos luego son la puerta de Burkina Faso, de madera tallada, que luce en la pared, y la máscara estandarte del pueblo Yoruba sobre la chimenea de original diseño y junto a retratos de músicos o intelectuales firmados por Nils. «Es como abrazar a la humanidad, al mundo». Decenas de lienzos ocupan el rincón de sillones franceses de especial encanto.
Los ventanucos, hornacinas y arcos parecen corresponder a una casa típica del campo mallorquín. Fueron Marina y Nils los que, en su furgoneta beige, recorrieron lugares donde comprar maderas de antiguas vigas y diseñaron esos elementos que confieren a la casa un aire cartujo campestre, de luminosidad y quietud de cal conventual. La cocina se expande a través de un luengo pasillo y desemboca en el despacho, junto al taller, bajo las escaleras que conducen a la habitación ubicada sobre ramas de magnolio. En este laberíntico lugar se desarrolla una historia genética y en cada papel, lienzo u objeto se mide la crónica de la historia de la familia. Bajo luz de lucernario, también simbólica.