Pedro Cirer de s'Hortolà es uno de los payeses que todavía ‘subsisten' dirigiendo una de las explotaciones agrícolas de las que hay entre el Pla de Sant Jordi y la carretera vieja de Sineu. Cultiva entre 60 y 80 cuarteradas y se dedica principalmente a la horticultura tradicional mallorquina, tanto de invierno (patatas, coles, coliflor, brócoli, lechugas,…) como de verano: tomates, melones, sandías, patatas, pimientos y pepinos. De tomateras, dentro de los invernaderos hay miles, que fueron sembradas a mediados de diciembre con la previsión de que estén en su punto para recoger en abril. Para oxigenar bien el terreno y que sea más productivo, periódicamente va rotando las distintas parcelas con el cultivo de cereales.
Cirer vende su producción en los puestos propios de los mercados de l'Olivar y de Santa Catalina, en Palma, además de en varias tiendas colaboradoras.
Con un bagaje de 35 años de experiencia en el sector a sus espaldas, Pedro Cirer muestra desánimo por cómo se vaticina el futuro por la decadencia de la agricultura en la Isla. Por ello, es muy crítico con el sistema. «Todo nos va en contra, desde las imposiciones burocráticas de las administraciones, que las tienes que cumplir a raja tabla, hasta la climatología, pasando por la mentalidad de la juventud. Si quieres trabajar en el campo y que sea rentable no puedes hacer horario de oficina, 7 horas diarias y cinco días a la semana; el campo quiere dedicación de sol a sol y todos los días del año sin excepción, como hacían nuestros abuelo», explica con énfasis pero con desánimo y preocupación al mismo tiempo.
«Me estoy preparando para ir a menos, seleccionando qué productos me pueden aportar algo –no mucho– de beneficio y descartar el resto. Le doy poco más de 10 años de vida a mi explotación», comenta. «Encontrar gente preparada técnica y físicamente para trabajar en el campo y que sea rentable, es difícil. Hemos probado contratar personal que provenía de la hostelería que por la pandemia se han quedado sin trabajo y han durado dos días», lamenta.
La gota que ha ayudado a llenar el vaso a este desánimo ha sido el derrumbe del molino de viento para extraer el agua que abastece la finca, icono de la explotación desde hace décadas. La turbonada de viento de hace tres semanas lo derrumbó. La climatología también ha cambiado. «Aunque no lo parezca es difícil de prever una tormenta como ésta, un viento encaracolado hizo que toda la estructura de hierro y madera hiciera un movimiento brusco y se viniera todo al suelo, y eso que hace un año y medio habíamos renovado toda la madera y puesto una tubería nueva», explica.
Con un viento normal este molino sacaba entre 15.000 y 30.000 litros de agua, y con un buen vientecillo llegaba a los 40.000 litros. «Había aguantado muchos temporales de viento, pero ninguno como este». El desánimo es tal que, de momento, está como el día de la tormenta, en el suelo. «No sé qué haremos más adelante, ya veremos», comenta Pedro.