Su mirada, no exenta de ironía, se ha acostumbrado a vivir con la tragedia ajena tal como hace el comisario Ricciardi, el personaje novelado por Maurizio de Giovanni. Llorenç Tous (Capdepera, 1933) estudió en Roma -en la Pontificia Universidad Gregoriana y en el Pontificio Instituto Bíblico- y en la Escuela Bíblica de Jerusalén. Es canónigo y sombra amiga de los necesitados. Ha publicado Lo que esconde una semilla (Lleonard Muntaner Editor).
El libro se subtitula Ante el dolor de los presos. Le pregunto si la cárcel regenera o castiga. Me responde:
Llorenç Tous.- Castiga. Disimula la venganza revestida de justicia humana. Nada que ver con la justicia de Dios. En términos éticos es injustificable.
Llorenç Capellà.- Pero el delito existe.
L.T.- Claro. Quien delinque es consciente de lo que hace. Se lo pregunté a un violador. En un 80%, me respondió, la responsabilidad es mía. Y lo acepté. Aunque me costó.
L.C.- ¿Por qué?
L.T.- Porque tenía que ser forzosamente injusto consigo mismo, ya que la mayoría de violadores son víctimas de su infancia y de las condiciones de vida en las que crecen. La pobreza y la injusticia ayudan a crear al delincuente. La delincuencia, en Mallorca, sale de Son Roca, de Los Almendros, del Jonquet, de Son Cladera y de Son Gotleu. Y es lógico. Pisos pequeños, sueldos escasos, niños jugando en la calle... Además, la delincuencia va muy unida a la incultura. Que el Govern haga más escuelas. Nos hacen falta escuelas.
L.C.- ¿La cultura nos hará libres?
L.T.- Ya sé que es una utopía. Pero me apunto a la utopía. Cuando estuve de vicario en el Jonquet, en el setenta y nueve...
L.C.- En el setenta y nueve usted ya era canónigo.
L.T.- Pero conseguí autorización del Obispo para ejercer de vicario. Así que me fui al Jonquet para estar cerca de la gente. ¡Y me encontré con sesenta niños sin escuela...!
L.C.- ¿Qué hizo?
L.T.- Meterlos en un aula inmediatamente. ¡Aunque fuera improvisada...! No había manera de que estuvieran quietos. Entraban y salían por las ventanas... Comprendí que su destino ya estaba escrito. A la mayoría me los encontré, años más tarde, en la cárcel. Y cuando los conocí eran unos bombones. ¡Con una alegría...!
L.C.- ¿Por qué se fue, de capellán, a la cárcel?
L.T.- Por casualidad. Un día noté que se habían formado corrillos de curiosos en la plaza del Vapor. Así que me acerqué para saber qué pasaba.
L.C.- ¿Y qué pasaba...?
L.T.- Que habían encontrado el cadáver de un hombre en el interior de un molino. Lo hallaron un dos de febrero y lo habían asesinado la Noche de Reyes. El asesino resultó ser otro hombre, su amante. Oficié, por mi cuenta, el funeral del fallecido...
L.C.- ¿Y...?
L.T.- Pensé que el otro, el asesino, también era un feligrés de mi parroquia y que yo tenía la obligación de estar a su lado. Así que me presenté en la cárcel, muerto de miedo porque no sabía con quién iba a encontrarme.
L.C.- Seguro que se hicieron amigos.
L.T.- Procuré escucharle. Era maestro de escuela, poeta, tocaba la guitarra... Un hombre culto y sensible. Había decidido romper con su amante y éste lo violó. Entonces él, cegado por la rabia, empuñó un cuchillo de los que se usan en las pescaderías y le seccionó, de un tajo, la yugular.
L.C.- ¡Hombre...!
L.T.- Era de Aceuchal, en Badajoz. Me pidió que informara a su madre. Y lo hice. Ella ya se había enterado por El Caso y yo le dije que viniera a Palma, que se estaría en mi casa, y la acompañaría a la cárcel. Y se vino. Y de tan agradecida como estaba, me trajo un jamón de bellota. Lo sorteé entre los vecinos del barrio.
L.C.- ¿Qué se hizo de este hombre?
L.T.- Cumplió condena, pero ya está en libertad. Trabaja y ha rehecho su vida. Mantengo contacto con casi todos los presos que he conocido. ¡Si viera mi archivo epistolar...! Aunque la droga se ha llevado a muchos. Y yo siento su presencia. Están ahí, como si nos sobrevolara una nube de ángeles.
L.C.- ¿Qué puede hacer, un cura, en la cárcel?
“Aprendí a amar a los presos. Pero, sobre todo, amé a sus padres o a las personas que sufrían por ellos”
L.C.- ¿Quién?
L.T.- Ella, María Luisa Nicoletti. Gracias a esta mujer he comprendido lo que es el Amor Divino, porque me ha brindado la oportunidad de conocer lo grande que puede ser el amor de madre.
L.C.- La grandeza está en las palabras de usted.
L.T.- Digo lo que siento. Y le digo que la cárcel es una mala cosa. Si un esquizofrénico comete un delito, cumple condena. ¿Y qué hace un esquizofrénico entre rejas...? Recuerdo a un muchacho de Selva, esquizofrénico, que abrió la cabeza de su pobre padre de un hachazo.
L.C.- ¿Lo mató?
L.T.- No. ¡Pero no vea la desesperación del muchacho al tomar conciencia de lo que había hecho...! Usó de la violencia porque estaba enfermo. ¡Ya me dirá qué hacía en la cárcel...!
L.C.- Enloquecer.
L.T.- Posiblemente. Tuve a mi cargo la segunda galería, la de los presos condenados a penas más largas. Había un grupo de etarras.
L.C.- ¿Y la relación...?
L.T.- Magnífica. Incluso hice amistad con uno, porque su madre, que había sido gobernanta del seminario de San Sebastián, se puso en contacto conmigo. Quiso visitar a su hijo.
L.C.- Y usted la hospedó en su casa.
L.T.- ¡Claro! Era un pedazo de pan. Pero así como bajaba del avión ya tenía a la policía siguiéndola.
L.C.- No voy a preguntarle el nombre de este preso...
L.T.- No creo prudente revelárselo, pero sí le diré que ya está en libertad y vive en Euskadi. De todas formas, ni con éste ni con ningún otro hablé de cuestiones políticas. Sólo una vez, a éste, al que cogí más confianza, me atreví a comentarle lo de los atentados de ETA. Le dije que ETA mataba mucho. Más matan ellos, me respondió. Y me callé. Pese a la confianza. Cuando murió mi madre, ya centenaria pobrecita mía, la de este preso no quiso que pasara solo los primeros días de duelo y se vino a casa para hacerme compañía.
L.C.-...
L.T.- ¿Sabe cómo me llamaban los funcionarios de la prisión...? El Padre Tocacojones.
L.C.- ¿Le molestaba?
L.T.- Me enorgullecía. Y admito que me ponía pesado defendiendo a los presos, porque hay presos muy impertinentes y funcionarios con una paciencia infinita. Guardo un grato recuerdo de muchos de ellos.
L.C.- Pero usted lió el petate y se fue.
L.T.- Y probablemente el cambio de aires me sentó bien. Mi madre había muerto, apenas tengo familia... Tomé la decisión una Semana Santa. Me hallaba de viaje por Castilla y fui a parar a Ceinos de Campos, cerca de Valladolid. Hay algo más de doscientos habitantes, las cigüeñas en el campanario y paz, paz y paz... Sin la presencia física de mi madre no podía continuar en la isla.
L.C.- ¿Tanto significó en su vida?
L.T.- Tanto, tanto, que no envidio para nada la relación de San Agustín con Santa Mónica. Pese al dolor que me produjo su pérdida quise oficiar el funeral y canté Al paradís t'acompanyin els àngels, una composición extraordinaria del padre Martorell. Y luego regresé a casa. La casa vacía...
L.C.- ¿Cómo es su vida en Ceinos de Campos?
L.T.- Así que me levanto preparo el desayuno al Abuelo Quinidio. Luego estudio, paseo... Me ha acogido una familia maravillosa que me dispensa todo el cariño del mundo. Estoy muy interesado por el tema de la Resurrección de Jesús, pero no por ello descuido lo que pasa en mi entorno. Leo a Delibes con pasión. Nadie como él conoce el espíritu de la Castilla labriega.
L.C.- ¿Es un mundo muy diferente al nuestro?
L.T.- Totalmente. Allí, el mes de noviembre es el mes de las almas. Y se encienden hogueras. Y las campanas no dejan de repicar en toda la noche. Ding-dong, ding-dong...
L.C.- ¿No le deprime...?
L.T.- No. Pero les digo, a los vecinos, que en el Cielo no hay almas, sino personas. Que no resucita el alma de Jesús, sino la persona de Jesús.
L.C.- ¿Y le entienden?
L.T.- Espero que sí. La corporeidad no radica en el hígado o en el estómago, sino en el "yo". Y a través de la muerte pasamos a la eternidad. No es palpable ni comprobable, pero es real. Además, tampoco existe el Purgatorio. ¿Quién iba a decidir si uno ya ha penado lo suficiente o no...?
Llorenç Tous es un hombre activo, pese a la edad. Y apasionado, desde siempre. De ahí que haya alternado el estudio con el conocimiento de la calle. En el orden intelectual reconoce la influencia del jesuita Luis Alonso Schökel (Madrid, 1920- Salamanca, 1998), a quien conoció en el Pontificio Instituto Bíblico de Roma. Fue uno de sus grandes amigos. Otro, el franciscano Constantino Ruggeri (Adro, 1925- Merate, 2007), diseñador de iglesias y capillas. Impensablemente, dado su prestigio, tres de sus proyectos fueron rechazados por el cabildo mallorquín. Dos en la Seu -en la capilla de la Trinidad y en la del Santísimo, la que acabaría reformando Miquel Barceló- y un tercero en Can Picafort, concretado en una iglesia en forma de tienda de campaña con una torre de cincuenta y tres metros. Llorenç Tous acusó el golpe. Y entiende el rechazo de Ruggeri como un desprecio. Probablemente, aunque no lo diga, su retiro en tierras castellanas tenga algo que ver con la necesidad de restañar viejas heridas. Por otra parte, le pesan sus muchos años de trato con los sectores marginales y de la delincuencia. Sobre todo, porque hacía suyo el drama de los demás. En su archivo conserva un auténtico tesoro: centenares de cartas de presos que le confían sus vivencias y desvelos. Les dejo con un párrafo: «En los últimos seis meses he visto dos ahorcados, no sé cuántas violaciones... Y te lo juro por Dios, ni me inmuto. Me da la asquerosa impresión que el barrote me está comiendo la sensibilidad».