Usa gorra de visera que le disimula su mirada inquieta. Cuando se sienta, tiende a hacerse un ovillo como si fuera un niño en busca de ternura. Daría el pego si se hiciera pasar por mendigo. Rafel Ramis (Bunyola, 1950) es actor. La pasada semana representó en el Teatre Principal (Palma) El Rei se mor, un monólogo de Ionesco bajo la dirección de Antoni Maria Thomàs.
Le pregunto si realmente se cree que el rey se muere. Me responde:
Rafel Ramis.- No soy tan iluso. Sé que siempre habrá un rey, en algún lugar del mundo, para recordarnos que la igualdad entre las persones es un derecho que hemos de ganarnos a pulso.
Llorenç Capellà.- ¿Es usted republicano?
R.R.- No lo disimulo. Mire mi muñeca derecha: llevo seis pulseras de cuerda cuyos colores forman la bandera republicana. Y no es por frivolidad, sino porque quiero dejar constancia de mi ideología. Mi padre fue muy perseguido por los fascistas en el treinta seis, lo que ya sería un motivo. Pero mi republicanismo va más allá de los sentimientos. Me convencen las propuestas básicas de la Segunda República: igualdad de oportunidades, potenciación de la escuela y la cultura...
L.C.- ¿Qué le pasó a su padre?
R.R.- Preferiría que habláramos de otra cosa. Apenas lo sé, porque en casa, la guerra y la represión eran temas tabús. Pero lo poco que sé, me duele en el alma. Me indignan los que dicen que lo de la guerra pasó hace más de setenta años, porque no es así. En El Rei se mor, el Rey dice «vaig néixer fa cinc minuts, en vaig casar fa tres minuts, vaig pujar al tron fa dos minuts...» Pues bien: para mí hace tan solo cinco minutos que Franco nos robó la República, hace tan solo tres minutos que estalló la guerra, la represión se inició hace dos minutos...
L.C.- Usted lo había hecho todo en teatro, menos un monólogo.
R.R.- Y me negaba a aceptar un papel de este tipo hasta que Antoni Maria Thomàs supo llevarme al huerto. Soy miedica. Y aunque me gustan los retos, me pregunto para qué tengo que esforzarme si he demostrado de lo que soy capaz.
L.C.- ¿Me está diciendo que ya ha alcanzado todas las metas posibles?
R.R.- No. Qué va. A medida de que me hago mayor me doy cuenta de que aún lo tengo todo por hacer. Y cada día soy más exigente conmigo mismo. Acepto los retos, pero me angustia lo que me espera por haberlos aceptado. ¿Si me gustaría hacer un Macbeth...? Sí, claro. No obstante, renuncio. No quiero tensionarme más.
L.C.- Usted empezó su andadura en el Teatre de Bunyola...
R.R.- Fue en el setenta y tres. Formamos un grupo poco común para los gustos teatrales, más o menos adocenados de la época. Representamos a los autores más reconocidos, pero también a otros que empezaban o que debían encuadrarse en el llamado teatro de minorías. Le seré sincero: yo decía los textos sin entenderlos. Y es lógico. La Dictadura nos hizo incultos, tanto a los que cursaron estudios universitarios como a los demás. Y yo, por supuesto, fui un inculto total.
“Le seré sincero: yo decía los textos sin entenderlos. Y es lógico. La Dictadura nos hizo incultos, tanto a los que cursaron estudios universitarios como a los demás. Y yo, por supuesto, fui un inculto total“
L.C.- ¿Estuvo escolarizado...?
R.R.- Hasta los catorce años. Mi padre trabajaba de jardinero en Alfàbia. Y luego se encargó de diversos huertos de Bunyola. Yo le ayudaba, así que crecí entre hortalizas y vacas. Aunque un respeto para las coles y las vacas: aprendí más en los huertos que en la escuela.
L.C.- ¿Qué pasaba en la escuela...?
R.R.- Que a los que no nos apuntábamos a clases de repaso pagando, nos metían en el pelotón de los tontos. Y nos maltrataban. ¡Si los niños, antes de entrar en clase, nos fregábamos ajos en las palmas de las manos para que nos dolieran menos los golpes del puntero...! Y luego estaba lo del Cara al sol. Y el cura con su obsesión por las confesiones. Todo aquello era morboso. Que si habíamos pecado, que si nos acariciábamos... Una vergüenza. ¿Qué pecado íbamos a cometer si éramos niños de diez años?
L.C.- Ni la escuela ni nadie le robaron la ironía.
R.R.- Ni en sueños. La ironía es el arma de los perdedores que no agachan la cabeza. Yo he sido un perdedor. Pero soy rebelde. Y a cada día que pasa, lo soy más, aunque sólo sea para compensar la mansedumbre de unos, el pasotismo de otros...
L.C.- Usted trabajó en hostelería.
R.R.- Y fue un desastre.
L.C.- Se hubiera hecho policía armada.
R.R.- Imposible. ¡Hubiera sido tan surrealista!
L.C.- Entonces dígame por qué se sintió mal trabajando en los hoteles.
R.R.- Me trataban como a un esclavo. ¿Le parece poco...? Era un trato inhumano, cruel. Aún así estuve treinta años. Me contrataban de contable y me obligaban a hacer cualquier cosa. ¡Cuando oigo decir que Mallorca les debe tanto y tanto a los hoteleros...! Será al revés. Ellos nos deben la riqueza de que disfrutan.
L.C.- ¿Qué tiempo lleva de profesional en el teatro?
R.R.- Dos años solamente. Dejé la hostelería y repartía verduras por los mercados con una furgoneta. Me decidí a profesionalizarme cuando actué en Yo, la película de Rafa Cortés.
L.C.- Pudo hacerlo mucho antes.
R.R.- Pero no me atrevía, porque no dejaba de pensar en cómo me las arreglaría si pasaban los meses y ningún productor se acordaba de mí. Si estamos rodando para IB3 y se tiene que repetir una escena, no puedo evitarlo, me digo que es por mi culpa.
L.C.- ¿Y si lo es...?
R.R.- No pasa nada. Si ya lo sé. Incluso le diré que ante las cámaras me siento feliz, porque sé que el juicio del público no será inmediato.
L.C.- Si tanto le preocupa el público ¿cómo puede atreverse con un monólogo?
R.R.- Ni yo mismo me lo explico. Porque en El Rei se mor, el que pudo morirse fui yo. Admito que me tiré a la piscina. Afortunadamente la experiencia resultó positiva.
L.C.- La pregunta tópica ¿teatro o cine?
R.R.- Teatro, porque domino la escena. Voy y vengo de un lado a otro como si el escenario fuera mi propia casa. En cambio en el cine soy un advenedizo. De hecho, cuando me llamó Rafa Cortés desconocía lo que era ponerse delante de una cámara. Luego me gustó. Ya le he comentado lo de no sentirme juzgado por un público o una multitud. Rodábamos el cámara, el director y yo.
L.C.- ¿Le apetece estar solo?
R.R.- Para nada. Con solo entrar en casa ya me iría otra vez. No me importaría ser un sin techo.
L.C.- Lo dice por decir.
R.R.- Es posible. Pero me atraen. ¿Cómo ve la vida un sin techo...? Daría cualquier cosa por meterme en su piel.
L.C.- Dice que tan pronto llega a casa, se va.
R.R.- Incluso si he de estudiar los papeles, cojo el libreto y me pierdo por la montaña. Porque vivo en Bunyola, a un paso de la montaña... Me compré un televisor grande, porque me gusta el cine, y me dije, con una pantalla grande podré ver las películas en casa... Y nada, lo tengo prácticamente sin estrenar.
L.C.- ¿Y el cine...?
R.R.- Si puedo voy a diario. A la sesión de las tres de la tarde, cuando apenas hay espectadores.
L.C.- ¿Y qué hace tan solo y a oscuras?
R.R.- Me acurruco en la butaca. Y cuando se ilumina la pantalla abro bien los ojos. Ni parpadeo.
L.C.- A usted le gusta ser observador.
R.R.- Si fuera una profesión, la ejercería. No me aburre observar. Es algo así como bordear la vida. A los restaurantes, no voy. Y si he de viajar, aunque sea por motivos profesionales y me paguen la estancia en un buen hotel, me hospedo en pensiones baratas, de las llamadas puteras.
L.C.- ¿Pasa más desapercibido?
R.R.- Es posible. Pero no sé por qué lo hago. Hace tiempo que no me martirizo a preguntas. Lo hago y punto. También colecciono juguetes. Tengo del siglo XIX hasta los robots actuales. Y no me pregunte por qué. Y artesanía usada, también. Un mortero, un plato con el barniz picado por el uso... Acaricio las muescas. Ahí ha habido vida, son la expresión humilde del arte.
L.C.- ¿Quién le hará la cama cuando envejezca?
R.R.- Me la hago cada mañana y ya soy viejo.
L.C.- No es cierto. Lo de viejo, digo.
R.R.- Sí que lo soy. Me digo eres viejo. Y me río.
L.C.- Entonces es feliz.
R.R.- No me atrevo a afirmarlo. Los hay que se ríen y no son felices, como los hay que comen hasta reventar sin tener hambre.
L.C.- ¿Hay un punto de absurdidad en lo vivido?
R.R.- No debería haberlo. Porque uno nace y muere como cualquier animal. Pero la persona... ¡Ay, la persona...! La persona sueña. Y ambiciona. Y ama. Y odia y sufre. De ahí nace el absurdo. Yo soy un observador de lo absurdo.
Rafel Ramis es profesional desde que pisó un escenario por primera vez. Quiero decir que su exigencia ha sido máxima, tal vez porque el público también le ha exigido al máximo. No obstante, Rafel Ramis no ha vivido del teatro hasta hace dos años. En sus comienzos (1973: Turisme a Biniaserra, de Antoni Tugores y Josep A. Martínez) trabajaba de contable en un hotel, estudiaba el bachillerato nocturno y luego, al salir del instituto, se desplazaba hasta Bunyola para ensayar a partir de las once de la noche. Más adelante, actuó al mismo tiempo en tres compañías distintas como son el Teatre de Bunyola, La Lluna de Teatre y Cucorba. Y ha dado vida a personajes de autores con una propuesta teatral muy diferenciada. Desde Miquel Puigserver o Joan Mas, a Joan Guasp o Alexandre Ballester, pasando por los clásicos antiguos y modernos: Shakesperare, Molière, Txèkhov, Kundera o Vàclav Havel. Su última interpretación ha sido la del Rei Berenguer Primer, en El Rei se mor, de Ionesco, bajo la dirección de Antoni Maria Thomàs. Para Rafel Ramis fue un reto, pues es el único actor que aparece en escena. Un reto más, porque su trayectoria teatral se caracteriza, como la de otros tantos artistas, por un esfuerzo con escaso reconocimiento social. José Ramón Bauzá anunciaba su predisposición a organizar un homenaje a dos mallorquines que triunfan en el baloncesto (y que sin duda se lo merecen). Pero lamentablemente sólo mira hacia los escenarios si actúa Blanca Marsillach.