Sopesa las palabras que va a decir y pule las aristas. Tiene asumido que un comerciante tiene que dar ejemplo de discreción y mesura. Antoni Miró (Alaró, 1946) se diplomó en gemología (Asociación Española de Gemología, Barcelona, 1970) y dirige Fermín Joiers, una empresa centenaria situada en el centro de Manacor.
Le comento que las grandes fortunas francesas han solicitado a Sarkozy que las grave con un impuesto extra para ayudar a superar la crisis. Me responde:
Antoni Miró.- Es una iniciativa sorprendente. Y supongo que si llega a aprobarse se compensará con unas determinadas exenciones fiscales, porque una empresa, por solidaria que sea, no puede ir en contra de sus intereses. En cualquier caso, la aplaudo. La crisis económica se combate de muchas maneras. Con ideas, con dinero, con sacrificio y, también, con ética.
Llorenç Capellà.- ¿Puede esperarse que cunda el ejemplo en España?
A.M.- ¿Por qué no...? Gestos solidarios siempre los ha habido. La propia convivencia es solidaridad.
L.C.- Últimamente el dinero casi no da intereses. ¿Ha aumentado la venta de oro o de joyas?
A.M.- En otras épocas de inestabilidad la gente adinerada invertía en oro, es cierto. Pero ya no. Y en joyas, menos. Así que las joyerías están sufriendo la crisis como cualquier otro sector del comercio. En nuestro gremio, sobre todo, se ha cebado en las empresas de un perfil más bajo. O sea, en aquellas que tienen menos stock y no venden moda.
L.C.- Su abuelo paterno, Antoni Miró Pomar, se estableció en Manacor en 1896...
A.M.- Así es. Él era de Palma, aunque estaba casado con una sollerica, Maria Roca... Manacor, a finales del siglo XIX, iniciaba un cierto despegue económico. No dejaba de ser un municipio agrícola, con propietarios de grandes extensiones de terreno, pero ya llegaba el tren y la industria del mueble estaba tomando auge. Luego vendría lo de las perlas... Estamos hablando de una ciudad muy dinámica, con un contrastado optimismo comercial...
L.C.- Imagino que su abuelo no llegó a Manacor con las manos vacías.
A.M.- No. Probablemente procedía de una familia de empresarios, porque no tuvo problemas económicos para abrir tienda de inmediato. Las pocas cosas que sé de él es que siempre disfrutó de una posición social desahogada. Tuvo seis hijos y, no sé si decirlo, pero en su casa había dos sirvientas.
L.C.- ¿Por qué habría de callárselo?
A.M.- Yo qué sé. Aunque por decirlo no voy a pecar de fardón. Antes de la guerra civil los síntomas externos de riqueza no guardaban ningún paralelismo con los de ahora. Había muchas casas con sirvienta.
L.C.- Seguro.
A.M.- Y, además, mi abuelo supo ser un hombre caritativo. Aunque más que caritativo, yo diría que amaba la justicia. Cada mañana se cocinaba en casa un puchero aparte, y al mediodía alguien venía a buscarlo.
L.C.- ¿Alguien...?
A.M.- Alguien necesitado que enviaba el rector de la parroquia. Con aquel puchero comía una familia entera.
L.C.- Esto es caridad...
A.M.- Pero también justicia. Porque el abuelo fue republicano. Cuando la guerra le detuvieron y, por dos veces, le obligaron a tomar aceite de ricino. El puchero le salvó la vida.
L.C.- Ya me dirá por qué...
A.M.- Porque el rector corrió a testificar en su favor. Para la Iglesia era un hombre bueno. Y se acabaron las molestias. Pudo continuar tranquilamente con su actividad comercial.
L.C.- Cada época tiene sus costumbres. ¿Qué joyas se vendían cuando su abuelo regía el negocio?
A.M.- Botonaduras de oro, especialmente. ¡Y relojes a diecinueve pesetas...! Las grandes cajas se hacían con motivo de las tres ferias, en mayo, julio y setiembre. Supongo que la gente disponía de liquidez por haber vendido ganado o la cosecha, no sé... De todas formas, vendíamos de fiado.
L.C.- Habla en plural y usted no estaba.
A.M.- Pero no he roto con la tradición. Si conozco al cliente, le fío. Y usted me preguntará por qué lo hago. Pues mire, porque la vida está falta de gestos que mejoren la convivencia.
L.C.- Pese a fiar ¿en la posguerra las ventas debieron sufrir un bajón importante?
A.M.- No puedo decírselo, porque conozco la historia familiar a través de mi padre. Y él, entre los años treinta y cuatro y cincuenta y uno, regentó otra joyería, en Alaró. No fue casual: con anterioridad el abuelo iba a vender allí, una vez a la semana o al mes, no sé precisárselo. Disponía de coche y marchaba solo, con el maletín lleno de relojes y joyas. Jamás temió que lo asaltaran.
L.C.- ¿Eran otros tiempos...?
A.M.- Puede que sí. Aunque más bien diría que había un concepto más riguroso de la ética. Mi padre, en los cincuenta, ya estando en Manacor, también viajaba a Alaró con sus joyas en su Seiscientos. ¡Ni se le pasó por la cabeza que pudieran robarle...!
L.C.- ¿Por qué regresó a Manacor, su padre...?
A.M.- Probablemente porque en Portocristo ya empezaba a haber turismo y se vislumbraban mayores perspectivas comerciales para las empresas que estaban cerca de la costa. De hecho, en los sesenta, abrió dos tiendas en el Port. Aunque no sólo vendíamos relojes y joyas, sino también carretes de fotografía, gafas de sol y todo aquel material de souvenir que tuviera una cierta categoría. El llamado turismo de alpargata no se interesaba por la joyería tradicional.
L.C.- Pero debe haber una clientela fija para este tipo de joyas...
“Los mallorquines ya no compran cordoncillos y los españoles y extranjeros ni saben lo que es. Hay una gran desinformación en torno a nuestra tradición joyera, lo que no deja de ser absurdo porque el turismo del futuro será el turismo culturalâ€
A.M.- No. Los mallorquines ya no compran cordoncillos y los españoles y extranjeros ni saben lo que es. Hay una gran desinformación en torno a nuestra tradición joyera, lo que no deja de ser absurdo porque el turismo del futuro será el turismo cultural.
L.C.-...
A.M.- Además, los joyeros vendemos tiempo, memoria. Los pendientes de oro que regalaba la abuela a la nieta por la Primera Comunión eran para siempre. ¿Cuántas mujeres habrá que relacionan los pendientes o la cadenita de oro con un crucifijo al recuerdo de la persona que se los regaló...? Una joya era para siempre.
L.C.- Y ahora todo lo que compramos tiene fecha de caducidad.
A.M.- Exacto. Desde la lata de sardinas al coche. Y el mundo de la joya no encaja en esta filosofía.
L.C.- Su padre regresó a Manacor por el turismo ¿por qué no invirtió en hoteles?
A.M.- Porque el capital del joyero es la propia empresa. Quiero decir que, por rico que sea, no acumula dinero en el banco ni lleva un nivel de vida altísimo, porque reinvierte los beneficios en género. De todas formas, mi padre dinamizó el mercado del reloj. En los años sesenta había una clase social que exigía marcas. Y mi padre se las ofreció. Aunque tuvo que esperar seis meses para vender el primer Omega. ¡No le digo la cara de preocupación que se le había puesto...!
L.C.- ¿La bisutería ha sustituido la joya?
A.M.- No. Es cierto que se ha convertido en moda y ha invadido el mercado. Pero, si no hubiera bisutería ¿haría la misma función la joya...? Claro que no. Y el motivo es obvio: cualquier mujer puede vestir de forma informal y lucir unos pendientes de oro. Y la combinación es hechizante. Sin embargo, son muy pocas las mujeres que pueden disponer de unos pendientes de calidad a tono con cada vestido o cada momento del día.
L.C.- Vale.
A.M.- De todas formas, el buen gusto puede combinarse con un gasto mesurado. Al menos, yo lo creo. Así que, de acuerdo con mis hermanas, al hacerme cargo de la empresa decidí cerrar las sucursales turísticas y concentrar todo nuestro potencial en la tienda de Manacor. Y no me equivoqué. El cliente ha aprendido a apreciar la calidad.
L.C.- Usted está haciendo marketing y yo no voy a comprarle nada.
A.M.- Lo de no comprarme, lo sabía. Y lo del marketing, lo niego. Si yo hiciera marketing vendería poco, porque el cliente de la joyería busca, en el joyero, una atención personalizada, muy parecida a la que reclama del médico, del sacerdote o del notario. Yo aconsejo a mis clientes. Y si alguno está empeñado en llevarse una joya o un reloj que no encaja con su personalidad se lo digo sin tapujos.
L.C.- ¿Y no se ofende?
A.M.- Nunca. Las verdades, si se dicen con educación, se agradecen. Porque la verdad ilustra, educa...
L.C.- ¿Quién le regaló un reloj cuando hizo la Primera Comunión?
A.M.- El abuelo. Era un Juvenia de bolsillo, de oro... Y le confieso que no supe valorarlo. ¡Ya me dirá...! Acababa de cumplir los siete años y lo hubiera cambiado por un balón.
L.C.- ¿Le recuerdo su discurso sobre el tiempo y la memoria...?
A.M.- No hace falta. Lo tengo presente. El reloj está en algún cajón de un mueble olvidado. Y cuando por casualidad lo encuentro, veo al abuelo ante mí. Fue una persona que imponía respeto, poca dada a las carantoñas. Pero ahora, con el reloj que me regaló en la mano, entiendo el legado emocional que supone una empresa centenaria.
Dalí afirmaba que las joyas que diseñó no alcanzarían nunca la función para que fueron creadas si no tuvieran admiradores. «El espectador (decía) es el artista final, porque con su mirada y su corazón (debiera añadir con su codicia) les da vida». A mí, me avergüenza confesarlo, me repatean. Joyas de un valor incalculable como El ojo del tiempo, Labios de rubí o El corazón real, provocan un empacho visual de riqueza. Rubís, zafiros, diamantes: todo a montones. ¡Uf...! Aunque para empacho, la calavera auténtica con más de ocho mil diamantes incrustados diseñada por Damien Hirst. Vale un pastón. Pero yo no la querría si no fuera para convertirla en dinero contante y sonante. Puestos a escoger, me quedo con las joyas de Calder: más creativas, huyendo del lujo como sinónimo de lo bello. O con cualquiera de aquella maravillosa exposición sobre los orfebres modernistas que nos ofreció la Fundació La Caixa años atrás.
Antoni Miró es el primer joyero mallorquín que se diplomó en gemología (1970). Concretamente en la Asociación Española de Gemología, con sede en Barcelona, que había sido creada cuatro años antes, en 1966.
Fue por iniciativa de algunos joyeros y profesores de la UB: pura burguesía catalana en ebullición en pleno franquismo, de ahí el nombre poco usual en una entidad de raíz catalana. Fue, la AEG, pionera en el Estado. Aunque muy pronto iban a disputarle la hegemonía. Al año siguiente ya se puso en marcha, en Madrid, el Instituto Gemológico Español.