Si hace unas décadas nos hubieran hablado de un libro sobre normas de cortesía, lo hubiéramos asociado a la Sección Femenina o a los colegios de monjas que educaban niñas litris para alternar en sociedad. Actualmente, en cambio, Protocol amb ensaïmades es un libro progre, porque estamos necesitados de actitudes corteses, educadas y respetuosas. Marisa Pol nos recuerda cosas que hemos olvidado o deberíamos saber para vivir y dejar vivir. Y hace uso de la ironía cuando nos echa la regañina para decirnos que en el coche «no dugueu, per favor, fotografies dels vostres fills amb aquells marcs que diuen papà no corris, ni coixins de ganxet, ni animalons de peluix, ni canets que mouen el cap perquè són demostracions de mal gust elevat al grau superlatiu». El último apartado del libro lo constituye una relación de normas para comportarnos educadamente en la mesa. Cito algunas. El pescado se come siempre con tenedor y pala; los espárragos, con las manos; los huevos fritos únicamente con tenedor y ayudándose con un pedazo de pan; las tortillas, tanto la francesa como la de patata, únicamente con tenedor; la fruta se monda con tenedor y cuchillo, sin tocarla con las manos, a excepción de la uva y las cerezas; y el pan (supongo que se refiere a los panecillos) siempre se parte con las manos, no se corta con el cuchillo. Protocol amb ensaïmades (Edicions Cort, 2010), de Marisa Pol, lleva un prólogo de Miquel Sbert y un epílogo de Javier Mato. Le pregunto por qué será que cuando se nos anuncia en casa una visita con niños nos echamos a temblar. Me responde:
Marisa Pol.- Porque las criaturitas, normalmente, campan por donde les da la gana. Ensucian el sofá con los zapatos, cambian el jarrón de sitio hasta que lo rompen... En fin, la casa se convierte en Campo de Agramante sin que sus padres reaccionen. Y claro, lo diremos en voz baja, el anfitrión o anfitriona siente unos deseos casi irreprimibles de repartir algún que otro pescozón.
Llorenç Capellà.- ¿La primera escuela del niño tiene que ser la familia?
M.P.- Sin duda alguna. La escuela refuerza y consolida unos principios que ya en la primerísima edad se aprenden en casa. De unos padres educados hay muchas posibilidades de que salga un niño educado. Los niños son más inteligentes de lo que nos pensamos. Y observadores. Lo observan todo.
L.C.- ¿Por ejemplo?
M.P.- Ponen el volumen de la música o del televisor a tope, porque así han aprendido a hacerlo en casa. ¿Por qué no les dicen, sus padres, oye, la música para ti, que no tienes derecho a molestar a los vecinos...? O en otro orden de cosas ¿por qué no les hacen ver que en el transporte público han de ceder el asiento a un anciano...?
L.C.- Dígamelo usted.
M.P.- Porque ellos no lo hacen y ni mucho menos se plantean que tienen una función educadora. Una parte de los padres, no todos evidentemente, enganchan a los hijos al televisor o al ordenador y se desentienden de todo.
L.C.- ¿El mal nace en la Transición?
M.P.- Probablemente. Salíamos de cuarenta años de dictadura y asociamos los buenos modales a la represión. ¿Resultado...? Anarquía total. Desde entonces no se educa.
L.C.- ¿En qué colegio estudió usted?
M.P.- En Madre Alberta, con las monjas de la Pureza. Y le aseguro que se preocupaban por darnos una educación muy esmerada. ¡Si eran de éstas que nos enseñaban a mondar las naranjas con cuchillo y tenedor...! Pues ya ve, una cosa tan sencilla de la que nos burlábamos viene la mar de bien para desenvolverse en sociedad. Guardo un recuerdo maravilloso de mi época escolar, porque el profesorado no sólo enseñaba, sino que educaba. Y enseñar y educar han de ser la misma cosa. Claro que por aquellos años los padres depositaban su total confianza en los maestros. Y ahora es al revés.
L.C.- ¿Dan la razón al niño?
M.P.- Si sólo fuera esto... Los hay que van más allá y agreden al profesor o le denuncian por causar daños psicológicos a su hijo. Y todo por haberle regañado o suspendido. Doy fe: los buenos modales cotizan a la baja.
L.C.- Hay más universitarios que nunca.
M.P.- Y tres títulos no dan un certificado de buena educación. Hay gente que lee o escribe con dificultades y es de un trato exquisito. Los buenos modales tienen que ver con la sensibilidad.
L.C.- ¿Por qué hablamos, comúnmente, en un tono tan alto?
M.P.- Será porque las ciudades generan mucho ruido y nos cuesta hacernos entender. No sé. Este fenómeno también se evidencia con la gesticulación. Cada día gesticulamos más y más.
L.C.- ¿Y es malo...?
M.P.- ¿Qué puedo decirle...? En una conversación relajada es lógico que se manotee. En una conferencia, no. Pero, en fin, no le doy la importancia que se le daba en los manuales de urbanidad de la posguerra. Somos mediterráneos y, en el Mediterráneo, siempre se ha gesticulado.
L.C.- Un consejo: ¿qué hemos de hacer cuando en un semáforo en rojo frenamos el coche al lado de uno con el larailo o la música tecno a tope?
M.P.- Subir rápidamente el cristal de la ventanilla y rezar para que la espera no se eternice. Es una moda que nos ha venido de Sudamérica, lo que demuestra que la interculturalidad también tiene sus inconvenientes. ¡Ay...! ¿Me disculpa la ironía?
L.C.- Faltaría más.
“No me mal interprete, porque todos los pueblos tienen bueno y malo. Pero lo cierto es que los mallorquines no somos ruidososâ€
M.P.- Nos gusta el silencio y la discreción. Pero, en fin, ¿qué le vamos a hacer...?
L.C.- ¿El tuteo abrió la puerta a la confianza excesiva?
M.P.- Sin duda. Y se impone que la cerremos cuanto antes. Cuando los alumnos tutearon a los maestros se empezó a derruir el mundo de respeto y de buenas formas sobre el que se asienta la convivencia. Y las consecuencias son de escándalo. Vamos a ver: no se ha de ser inflexible, pero tenemos que tener muy claro que el maestro no es un coleguilla.
L.C.-...
M.P.- Y no lo digo únicamente yo. Un amigo psicólogo, especializado en niños problemáticos, me decía que ya está hasta la coronilla de traumas y de situaciones traumáticas, porque algunos, más que con un tratamiento psicológico, se curarían con dos azotes y un sermón. Y le entiendo. Vamos a ver: ¡si hay niños de diez o doce años que amenazan a su padre con pegarle una hostia...! ¿Y sabe cómo reacciona el padre?
L.C.- Llevándolo al psicólogo.
M.P.- Exacto. Y al psicólogo se ha de ir cuando se necesita ayuda psicológica, no cuando se es un maleducado de tomo y lomo.
L.C.- ¿Entonces...?
M.P.- Yo hablo de azotes. Y no creo en el castigo físico. Pero es mi forma de expresar el enojo que siento. Si volviéramos a los castigos corporales sería un disparate. Pero tampoco hemos de brindar todo tipo de amparo al ofensor y ninguno al ofendido.
L.C.- ¿Nos hemos equivocado...?
M.P.- Totalmente. Pero tampoco hemos de dramatizar más de la cuenta. Teníamos que superar el trauma de la Dictadura, que éste sí era un trauma gordo y nos afectaba a todos. Y lo hemos hecho como hemos podido. A veces es preciso chocar contra un muro para comprender que hemos equivocado el camino.
L.C.- ¿En Europa tienen un problema similar al nuestro?
M.P.- Supongo que sí, pero no tan acusado. En España cambiamos el plan de estudios cada cuatro años, según gobiernen derechas o izquierdas. Resultado: España es el estado europeo con peores resultados escolares. Y dentro de España, las Illes Balears ostentan el farolillo rojo de las autonomías.
L.C.- ¿Qué culpa le corresponde al profesorado?
M.P.- Ninguna. El profesor educa, pero se halla desasistido, absolutamente solo. Hablemos claro: si un alumno le llama hijo de puta... ¿lo ha entendido...?
L.C.- Hijo de puta. Ha dicho usted hijo de puta.
M.P.- Pues el profesor tiene que tragarse la ofensa, porque si le abre un expediente igual acaba cargándosela. ¿Qué quiere que le diga...? Los padres son capaces de tildarlo de fascista.
L.C.- ¿Protocol amb ensaïmades es un aviso, una alerta...?
M.P.- No lo pretendo. Me conformo con recordar que el vivir en sociedad significa relación. Y la relación ha de sustentarse en los buenos modales y en el respeto a los demás.
L.C.- Las barbacoas en el jardín o en el corral se han puesto de moda.
M.P.- Y son un incordio para los vecinos. Pero si la casa se te llena de humo, te fastidias. La Administración no te protege, aunque te asista la razón. Igual pasa con la música. Veamos: son la una de la madrugada y
los vecinos han decidido no respetar tu derecho al descanso. Música a tope y tal... ¿Qué haces? Llamas a la policía. ¿Y qué ocurre? Nada, te pasan con excusas. Pero todo esto: la música alta, las barbacoas molestando al vecino... Todo esto, digo, es síntoma de la falta de educación colectiva. Podría decirle mil referentes.
L.C.- Mil no. Uno más sí.
M.P.- Siéntese en un bar y observe cómo tratan los clientes al camarero. Por lo común le tutean. Y se dirigen a él como si fuera un inferior. Es como si le dijeran yo soy el cliente y soy más importante que tú. Le digo una cosa...
L.C.- Le escucho.
M.P.- He observado que las grandes personas, las que se han forjado un currículum extraordinario a base de trabajo y de estudio, son las más sencillas, amables y educadas. Los fardones, en cambio, son insoportables. ¿Sabe qué pienso...? La falta de modales esconde un complejo de inferioridad como la copa de un pino.
L.C.- ¿Qué hacemos con el botellón?
M.P.- Es una moda...
L.C.- ¿Y...?
M.P.- Nace como consecuencia del elevado precio de las copas en bares y discotecas. En una primera valoración, le diría que es una muestra de sociabilidad positiva por parte de los jóvenes. Ahora bien, ¿por qué echan los vasos de plástico y las botellas en plena calle y dan la murga a los vecinos...? Estoy convencida de que ninguno de los que practica el botellón derrama una cerveza en las baldosas de su casa. Y si es así, ¿por qué tiene que derramarla en la calle...? En definitiva: estamos ante un mal uso de la libertad que la Administración no se atreve a corregir.
L.C.- ¿Por qué?
M.P.- ¡Si usted lo sabe! La Administración procura no enojar a los jóvenes porque, los jóvenes, votan. Y los vecinos, que se chinchen. Es así. Y tanto da que gobierne la derecha como la izquierda. Los unos y los otros rehúyen los problemas. Los únicas multas que se ponen en Palma las ponen los vigilantes de las zonas ORA.
L.C.- ¿Mejoraríamos en civismo si nos multaran?
M.P.- No lo sé. En cualquier caso yo no apuesto por una Administración represiva. Me conformo con que se preocupe por educar al ciudadano. No se puede escupir ni tirar papeles en la calle. Alguien tiene que decirles a los que lo hacen que se equivocan, que están agrediendo la sensibilidad de los demás. Por añadidura, el turismo que nos visita no contribuye a mejorar nuestros modales.
L.C.- ¿Se explica...?
M.P.- Los hoteleros apostaron por un turismo de masas. Ya me entiende, hooligans que degradan la convivencia y se hartan de cerveza de barril. Con trescientos euros se pasan dos semanas a cuerpo de rey en cualquiera de las islas. Y nosotros, tragando quina.
L.C.- Protocol amb ensaïdames. Permítame decirle que el título sorprende.
M.P.- Porque intenté desdramatizar el contenido. Aunque no doy ningún palo. Hablo de normas de cortesía.
L.C.- Dígame una.
M.P.- La puntualidad. Lo contrario, la impuntualidad, es una falta de respeto hacia quienes te esperan.
L.C.- Quien ha sido invitado a cenar a casa de unos conocidos...
M.P.- No ha de llevar vino ni postres a no ser que tenga mucha confianza con los anfitriones. Puede enviar flores antes de la cena o al día siguiente. O regalar cualquier cosa que no tenga nada que ver con el menú. Cava helado, trufas...
L.C.- Y esto, ¿por qué?
M.P.- Los anfitriones han preparado pescado y usted se presenta con una botella de tinto. O al revés. Sirven carne y usted lleva vino blanco. Regale una planta. O un libro. O música...
L.C.- Vale.
M.P.- Y otro consejo. Si la cena es para celebrar algo, en el momento de los brindis los discursos han de ser cortos.
L.C.- ¿Cortos...?
M.P.- Cortísimos. Ya hemos consumido el aperitivo, el vino y estamos en el cava. No seamos pesados.
L.C.- Satisfaga mi curiosidad. ¿Se puede comer con las manos?
M.P.- Sí. Y le diré más: quien no coma las ensaimadas o el pa amb oli con los dedos es un cursi.
L.C.- ¿Aunque sea en un convite de gala?
M.P.- Aunque se siente a su lado el mismísimo Papa de Roma. Entiéndalo. Si no hubiera excepciones, las normas se convertirían en una dictadura insufrible.