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Corinna Larsen, la muñeca rota

Nacida en la clase media, la todavía princesa ascendida al rango de Alteza Serenísima por matrimonio, supo escalar puestos en la sociedad a pesar del frío recibimiento al ingresar en la nobleza

Corinna Larsen.

| Palma |

Fue llegar al hotel Royal Mansour de Marrakech y ver sentada en el hall del lujoso establecimiento a la que protagonizaba una de las noticias del día, bastante vulgar por cierto, como todo en ella desde que salió a la luz pública y el mundo entero pudo saber quién era la amiga del Don Juan Carlos. Nacida en la clase media, la todavía princesa ascendida al rango de Alteza Serenísima por matrimonio, supo escalar puestos en la sociedad a pesar del frío recibimiento al ingresar en la nobleza. Cuentan mis fuentes que el mismo día de su boda con la casa Wittgenstein al ver a su nueva suegra con el semblante serio se dirigió a ella y le espetó: «No te preocupes, te lo devolveré enseguida».

Cumplió su palabra tras tener al heredero varón que toda familia principesca ansía para perpetuar el linaje, que es de lo que viven y sobreviven. Ese varón, que dicen mantiene una fría relación con su madre, aseguró a Corinna un puesto de por vida en la familia y, por ende, en la sociedad. Sin embargo, la princesa fue demasiado lejos en su ambición, que no critico, y se estrelló con las formas utilizadas, que todos criticamos. El mismo día que la vi, que la grabé, y con la que intercambié saludo cortés, y nada más, la señora, bastante desmejorada por cierto, pero lista como el hambre, había lanzado en un podcast una sarta de barbaridades, desmentidas incluso por su primer marido, Philip Adkins, testigo directo del episodio de Botsuana.

Adkins revela ahora que todo lo que nos ha contado su ex es mentira, pero eso lo sabíamos desde hace tiempo los observadores de la Real Familia, pues muchas de sus afirmaciones no tenían explicación lógica. La hija del matrimonio con Adkins vive en Nueva York y no quiere saber nada de su madre, su hijo vive con el padre y no recuerda haber llamado padre a don Juan Carlos jamás y, lo que es peor para la todavía princesa, pues lo será hasta que no se vuelva a casar, es haber sido rechazada por los que ella consideraba los suyos. El día que me crucé con Su Alteza había pasado el día en el hotel, almorzando con un matrimonio amigo. Pocos la reconocieron, salvo el personal acostumbrado a servirla. Alargó la jornada hasta la noche tomando un té en el hall del hotel en compañía de una señora que parecía querer protegerla.

Cuando me descubrió grabándola alzó el torso y esbozó una media sonrisa casi incómoda que pretendía ser de hastío. No lo era, se lo aseguro. Su actitud insegura y de autoprotección cambió para convertirse por un instante en una especie de gacela presta para aguantar el tipo. Al pasar junto a ella incliné la cabeza para saludarla, seguí el protocolo. Lista es, pero su belleza se ha resentido de los estragos que ha sufrido en los últimos años. Demasiados rellenos de ácido hialurónico y de bótox la han convertido en una muñeca sin expresión que se parece a demasiadas muñecas rotas.

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