Libertad o lentejas

| Palma |

La cárcel es uno de los resortes que tiene la sociedad para advertir y, llegado el caso, aislar a los que considera delincuentes. Es también una institución en la cual, salvo excepción, nadie quiere ingresar. Pero, ¿qué pasa si entrar es un deseo? Pues que se nos desmonta el chiringuito. Como periodista he conocido algunos casos. Por ejemplo el de residentes en Son Banya adictos a la heroína que veían la parte positiva del ingreso para hacer una cura de desintoxicación. Pero en especial recuerdo dos.

Uno fue el de José Lozano, el Cojo Manteca de Palma. Nació con poliomelitis, por lo que tenía parálisis total en sus extremidades inferiores y necesitaba silla de ruedas. En 1996 había fracturado más de cien cristales de escaparates de comercios en Palma. Comenzó años atrás en Vía Sindicato y por motivos inconfesables se centró después en la calle Oms. El único motivo que tenía para actuar así era porque quería que lo llevaran a la cárcel, y el juez no ordenaba su ingreso hasta que había fracturado una media docena de cristales. En prisión lo aseaban; le limpiaban la ropa; la silla de ruedas y tenía una cama y dos comidas diarias. A los ocho o diez días lo dejaban libre y volvía a las andadas. Y así años y años hasta que en 1997 un juez ordenó su destierro a Barcelona. En dos días regresó, pero fue trasladado de nuevo y dos años después falleció. Una noche hablé con él después de que fracturara un escaparate y me confesó que la vida sólo tenía sentido si estaba en la cárcel, que era donde mejor le trataban y, además, había una mujer que le gustaba.

El otro personaje se llamaba Antonio, nació en Granada pero se vino a vivir a Mallorca y fue condenado por un homicidio en Llucmajor. A finales de los 90 salió de la cárcel en tercer grado. Una noche me llamó el dueño de un bar del Casco Antiguo de Palma para decirme que estaba allí Antonio y quería conocerme. Fui para allá y hablamos un buen rato. Nada más verle y, sobre todo, a los pocos minutos de estar con él lo relacioné con los personajes pobres de Los Santos Inocentes, una película recomendable en la que los dueños de un cortijo humillan a los trabajadores y ellos no son conscientes de ello. Antonio me contó muchas cosas de su vida, pero lo que me quedó grabado fue esta frase que me dijo, textual: «En toda mi vida sólo he sido feliz todos estos años que he estado en la cárcel».

Esa es la cuestión. Personas que por decirlo de alguna manera viven una vida salvaje (sintecho; sin familia; sin una comida segura...), y de pronto descubren que la cárcel es una buena opción. En ocasiones hemos tratado el tema con amigos y siempre se trata de zanjar el debate con la frase de que la libertad no tiene precio. No estoy de acuerdo, lo que ocurre es que hay que encontrar la moneda adecuada. Vamos con un ejemplo. Tenemos a un mendigo, un sintecho que pasa hambre y le ponemos delante un buen plato de lentejas. Entonces le preguntamos: ¿Qué prefiere, libertad o techo y lentejas? Posdata: si los mendigos son adictos al alcohol no vale la pena preguntarles. Sus libertades tienen un precio.

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