Este jueves cumple 20 años la mayor catástrofe natural del siglo XXI: el tsunami del 26 de diciembre de 2004 en el océano Índico, un oleaje desencadenado por un terremoto submarino de magnitud 9,1 que dejó más de 220.000 muertos repartidos en 14 países del mundo -casi 170.000 víctimas mortales solo en Indonesia-, daños materiales por valor de unos 13.000 millones de euros y llegó a convertirse en el catalizador de transformaciones políticas impensables en las regiones afectadas.
El ejemplo más nítido de esto último ocurrió en el epicentro de la catástrofe, la provincia indonesia de Aceh, una región empobrecida y asolada por tres décadas de un conflicto armado entre las guerrillas del Movimiento por una Aceh Libre (GAM, por sus siglas en inglés) y el Gobierno indonesio que dejó más de 15.000 muertos desde 1976 hasta la llegada del tsunami. Un año después, motivados por la terrible adversidad, GAM y Gobierno alcanzaron un acuerdo de paz en Helsinki (Finlandia).
El informe publicado en 2006 por la Coalición para la Evaluación del Tsunami (TEC, por sus siglas en inglés) --constituida con la colaboración de 50 agencias de Naciones Unidas, ONG y Cruz Roja-- relató los diferentes impactos de la tragedia en cada país afectado. India tuvo que reconstruir buena parte de su sector pesquero, mientras que en Tailandia y Maldivas el turismo fue el ámbito más afectado. El denominador común en casi todos ellos fue la constitución de nuevos sistemas de alerta temprana, si bien activistas indonesios han avisado de que estos esfuerzos, veinte años después, siguen siendo insuficientes.
«Una de las estadísticas más difíciles de asumir es que la provincia de Aceh fue alcanzada por olas de hasta 50 metros de altura», explicó en una evaluación posterior la Oficina Nacional de Administración Oceánica y Atmosférica de Estados Unidos (NOAA) que «inundaron la provincia desde la costa hasta tres kilómetros al interior». Olas que llegaron a desplazarse a 800 kilómetros por hora alcanzaron Banda Aceh a los veinte minutos del comienzo del seísmo, registrado a las 07:58 de la mañana del jueves, hora local. Durante la hora y media siguiente alcanzaron Sri Lanka (35.300 muertos) y Tailandia (8.200 muertos).
El estado de Tamil Nadu, en el sur de India, recibió el impacto dos horas después del inicio del terremoto, con un coste de más de 16.200 muertos. El oleaje acabó llegando unas siete horas después a Sudáfrica, a 8.000 kilómetros del epicentro: allí murieron dos personas. En las comunidades más afectadas, recuerda la Oficina de Naciones Unidas para la Reducción del Riesgo de Desastres (UNDRR), una tercera parte de los fallecidos eran menores de edad a consecuencia de un terremoto que llegó a romper la falla de mayor longitud jamás registrada, abarcando una distancia estimada de 1.500 kilómetros, más larga que el estado norteamericano de California.
«Antes de 2004 existía el convencimiento de que solo con instalar un sistema capaz de detectar el peligro acababas con el problema. Después de 2004 nos dimos cuenta de que eso solo era el principio», explica el director ejecutivo del Centro de Desastres del Pacífico (PDC), Ray Shirkhodai, antes de recordar que el primer aviso de tsunami llegó a las comunidades a través de un fax en día festivo (el 26 de diciembre es Boxing Day, que celebran antiguas colonias del Imperio Británico) «por lo que igual no había gente en la oficina cuando llegó».
«Recuerde que el tsunami ocurrió en 2004, por lo que el acceso a Internet no estaba tan ampliamente disponible. Y la difusión de esa información a través de la web, en particular para la gestión de desastres, estaba en tela de juicio debido a su velocidad y poca fiabilidad en ese momento», añade. La situación ha mejorado, a rasgos generales. Tailandia ha instalado dos estaciones de detección de tsunamis: una en 2006 a unos 965 kilómetros de Phuket y otra en 2017 a unos 340 kilómetros de Phuket y dentro de la zona económica exclusiva.
El sistema malasio cuenta 83 sirenas desplegadas en todo el país que se activan junto con el servicio de mensajes SMS y alertas de los medios cuando se identifica una amenaza. El responsable del PDC reconoce avances en los sistemas de alerta y difusión de amenazas gracias al desarrollo de las telecomunicaciones pero avisa que, más de dos décadas después, los sistemas de alerta temprana para riesgos múltiples siguen estando fuera del alcance de la mayoría de la población mundial. De hecho, activistas de Banda Aceh denuncian que «el gobierno de Indonesia no está haciendo lo suficiente para educar a la próxima generación», en opinión Irma Lisa, residente de una comunidad que perdió al 90 por ciento de sus residentes en el tsunami.
«Algunas escuelas están ubicadas muy cerca del mar, pero la preparación para desastres está completamente ausente, no sólo en sus planes de estudio, sino incluso en sus actividades extracurriculares», hace saber en declaraciones a BenarNews. Ahmad Dadek, director de la Agencia de Planificación del Desarrollo de Aceh, se muestra de la misma opinión. «Nuestro riesgo de desastres sigue siendo alto, pero nuestro índice de resiliencia (la capacidad de recuperación post-catástrofe) sigue siendo bastante bajo», avisa al mismo medio.
El peligro más grande, coinciden todos, es la incapacidad de las autoridades para concienciar a la población de que esta catástrofe puede volver a ocurrir. «El aspecto más aterrador», añade el senador tailandés, Ratchaneekorn Thongthip, «es la falta de concienciación y preparación de la gente: incluso con las boyas de advertencia en su sitio, todo depende de que la gente entienda cuándo prepararse cuándo prepararse para posibles señales de advertencia».
El caso es que los cimientos para ello existen: la economía de Banda Aceh ha estado creciendo constantemente entre un 4% y un 5% anual en los últimos cinco años. La provincia recibió casi 30.000 visitantes extranjeros en 2023, frente a los 2.632 del año anterior en medio de las restricciones de viaje por la Covid-19, en un nuevo gesto de recuperación ante adversidades que tienen, al menos, un carácter igualador. «Antes del tsunami», explica al Straits Times el superviviente Munawir Saputra, «los ricos vivían en una casa de ladrillo y los pobres en la casa de madera: hoy todos vivimos en una de las primeras».