Los ha contado. Pedro Sánchez ha contado los días que cree que le quedan de inquilino de La Moncloa. Lo proclamó desde su escaño del Congreso. Se lo espetó al líder de la oposición cuando éste le emplazó a marcharse. Por un instante, la frase de Núñez Feijóo devolvió a la Cámara el eco de aquel histórico «¡Váyase señor González!» de cuando Aznar dirigía el PP. Tan apremiante requerimiento parece que consiguió activar el núcleo más recóndito del pensamiento de Sánchez, el que desvela el fundamento de cuantas estrategias ha desplegado desde el momento mismo en el que accedió a la Presidencia del Gobierno tras una moción de censura. Se trata de permanecer, resistir pase lo que pase y al precio que sea.
A estas alturas del mes, fuera ya del plazo que marca la Constitución para presentar las cuentas del Estado, todavía confía en sacar adelante los Presupuestos. Santos Cerdán ha vuelto a negociar con Puigdemont a la espera de que los siete diputados de Junts vuelvan a prorrogar la estancia de Sánchez en La Moncloa. No ha trascendido el precio que pone esta vez el prófugo pero será oneroso para el Estado.
Contando como cuenta con los votos del PNV, Bildu y Esquerra, Sánchez concederá lo que le pidan porque si consigue aprobar los Presupuestos tendrá en su mano la llave que le facilitaría culminar la legislatura. Aprobados los presupuestos para el 2025, llegado el caso, nada le impediría prorrogarlos otra vez hasta el 2026. Esas son las cuentas que le salen a Sánchez cuando habla de los «mil días». La crispación que caracteriza la vida política española, en parte un fruto tóxico de la polarización inducida por los estrategas de La Moncloa será el escenario político en el que se desarrollaría la legislatura.