Amina Ait Abdulá cenaba con su marido y su hija de 11 años cuando escucharon un ruido raro. Una gran brecha fue recorriendo las paredes del salón y, en un momento, todo de hundió. Su marido murió en el acto, pero su hija no. La escuchó llamarla hasta que su voz calló. En las aldeas cercanas al epicentro del terremoto que sacudió Marruecos el pasado viernes, las historias se repiten. Más de la mitad de los 2.122 muertos registrados por el momento fueron en esas localidades de la provincia de Al Haouz, en el sur de Marrakech.
El pueblo de Amina, Targa, estaba en una zona inaccesible hasta el domingo. La carretera de montaña que la une con Marrakech se bloqueó con montones de piedras desprendidas de las laderas e hicieron falta 13 horas de trabajo para abrir paso. Caída la noche, la carretera reabierta es un reguero de vehículos particulares, ambulancias y camiones de diferentes cuerpos de seguridad que se turnan para ir cruzando los tramos más estrechos, de un carril, abiertos gracias a la labor de los militares.
En ese tiempo de aislamiento, en Targa los vecinos desescombraron lo que pudieron, como pudieron, y consiguieron sacar a Amina del hueco en el que había quedado encerrada, sin ganas ya de vivir. Ella lo cuenta casi dos días después rodeada de mujeres, cubierta con una manta y recostada en la esquina de una tienda hecha de palos, alfombras y asientos fabricados con paquetes de paja forrados. Sus ojos, perdidos.
«Estaba llena escombros y, cuando dejé de oír a mi hija, no quería quitármelos, solo morir. Me decía: no tengo nada, cómo voy a vivir sin ellos». Pero sus dos hijos, que viven en Marrakech, no perdieron la esperanza y siguieron llamando al móvil. Hasta que ella lo cogió y, alertados, unos hombres del pueblo la llamaron desde fuera.
Al escuchar sus voces, se zafó de las rocas que la aplastaban hasta el pecho, del cable de electricidad que le rodeaba el cuello y consiguió salir por el techo derrumbado. Nada más salir, se desmayó y es incapaz de recordar cuánto tiempo pasó hasta ese momento. Amina recuerda ahora a su niña Meriem, que no quería separarse nunca de ella. Se negó a ir a un colegio interno para no despegarse de su lado, estuvo 15 días llorando hasta que consiguió quedarse en casa. «Ahora se ha ido y me ha dejado», dice con un hilo de voz.
En los escombros de las 80 casas de Targa se quedaron 20 personas. Los vecinos encontraron 17 cuerpos, sus tumbas recién excavadas son ahora testigo de ello. Tres personas, explican, siguen sepultadas.
Junto a Amina están Fatima, de 30 años, y su hermana. Comparten pena con el resto de mujeres. Ellas, que viven en Marrakech, han perdido a su madre. «Nací y crecí aquí hasta los 10 años. Vivíamos las tres en Marrakech, pero poco antes del terremoto mi madre se vino aquí para recoger nueces, es la temporada», recuerda. «Le cayó la casa encima, murió sola. Pasó toda la noche bajo los escombros y la sacaron al día siguiente».
Para Fatima, el pueblo «no tiene futuro» y la ayuda es ahora vital. Hay pequeños que se han quedado huérfanos de padre o madre, apunta. «Los niños están mentalmente destrozados». Aunque comparten tienda, té y pan en improvisadas cocinas al aire libre, la compañía no es suficiente. «No hemos conseguido tranquilizarnos unos a otros», dice Fátima, y mira a su alrededor.
«Se me ha muerto mi madre y todavía era joven. Esta mujer -dice señalando a Amina- ha perdido a su marido, a su hija, yo he perdido también a mi primo y a las mujeres de dos de mis primos. Es una catástrofe en mayúsculas».