En 1996, una profesora de baile de Palma muy conocida -Margarita Fiol- apareció salvajemente asesinada en su casa de Palma. Desde el principio, el Grupo de Homicidios sospechó de su novio, un vendedor de seguros que había asegurado que todo se trató de un atraco. Solo dos años y medio después, Juan Soberats Llabrés se derrumbó y confesó el crimen. Esta es la crónica de un crimen que mantuvo en vilo a los palmesanos hace ahora 27 años.
La pareja, que no se había casado, vivía en un piso próximo a la calle Aragón de Palma. Juan Soberats pasaba mucho tiempo fuera, supuestamente vendiendo pólizas, y Margarita era una profesora metódica y de carácter. Cuentan que estaba muy enamorada de su novio. La mujer era una experta en baile de salón, y dominaba la salsa y la bachata, entre otros estilos. Tenía numerosos clientes en su academia y las cosas le iban bien económicamente. Todo lo contrario que a Juan, que tenía fama de ser muy vago y apenas tenía ingresos.
Sin embargo, el 'parásito', tal y como le definieron algunos testigos, se les apañó para engañarla. Sacaba dinero de la cartilla del banco de la profesora, pero después la manipulaba y no quedaba rastro de la operación. Así pudo ir simulando que tenía ingresos de los seguros y que colaboraba con los gastos domésticos. El 27 de junio de 1996 ya no pudo seguir manteniendo el engaño. Juan Soberats regresó a casa tras realizar unos encargos y se encontró con su novia furiosa: había descubierto que le robaba y exigía una explicación. Todo estaba a punto de hundirse para él.
Atrapado, el vendedor de seguros no pudo justificar el engaño y ante la perspectiva de ser denunciado blandió un gran cuchillo de cocina y la atacó por la espalda, degollándola. Luego, con una sangre fría aterradora, salió a la calle y se fue a hacer la compra, para perder tiempo antes de regresar al piso, donde su novia agonizaba, desangrándose en el suelo. Cuando volvió, en el portal de la calle, se le vio cronometrando. En ese momento nadie lo sabía, pero el asesino calculaba los tiempos. Cuando finalmente volvió a la casa, fingió un ataque de nervios: "¡Han matado a Marga, me la han matado!".
Los médicos que llegaron intentaron desesperadamente reanimarla, pero ya no había nada que hacer. La profesora había muerto, y Juan Soberats contó que un desconocido había entrado a robar y se había llevado medio millón de pesetas (unos 3.000 euros de ahora), que en aquella época era una cantidad considerable. La Policía Nacional se hizo cargo de la investigación y desde el primer momento receló de la versión del atraco. Algo no cuadraba. O, en realidad, no cuadraba nada. Ningún vecino vio al supuesto asesino huyendo y la puerta no estaba forzada.
No obstante, no había pruebas consistentes contra el viudo y en los primeros días fue sometido a una discreta vigilancia. Juan Soberats era frío como un témpano y muy a menudo comía o cenaba en casa de sus suegros. Los padres de Marga estaban destrozados y el vendedor de seguros los consolaba, con un cinismo atroz, despiadado. Pero fue cometiendo fallos. En una cena con unos amigos en la casa del crimen, hizo un comentario y unos juegos de cuchillos que llamaron la atención de los comensales. Y que llegaron a oídos del Grupo de Homicidios. Después se descubrió que había estado manipulando la cartilla del banco de la maestra y que había sido visto consultando el reloj en el portal del edificio, poco después del crimen.
Eran demasiados indicios, que el sospechoso no se rindió. Continuó con la gran mentira, que se descomponía por momentos, hasta que finalmente la Policía Nacional lo detuvo. El sospechoso contrató al prestigioso abogado Eduardo Valdivia, el mejor letrado que había en la Isla, y desde la cárcel continuó clamando por su inocencia. En 1998 fue juzgado y condenado, pero el juicio tuvo que repetirse por un defecto que había contaminado al jurado popular.
Un año después, el acusado se sentó de nuevo en el banquillo de los acusados. El fiscal Tomeu Barceló pidió para él una condena ejemplar, al igual que el letrado Valdivia, y antes de que el jurado emitiera un veredicto Juan Soberats se derrumbó. Quería un pacto, y reconoció que había matado esa tarde a su novia en un arrebato de furia, durante una violenta discusión con ella, que había descubierto que le robaba. En abril de 1999 fue condenado a quince años y seis meses de cárcel por homicidio, falsedad y estafa. Desde el banquillo escuchó el veredicto de culpabilidad casi sin inmutarse. Frío y calculador. Como cuando bajó a la calle, con su novia muriéndose en el piso, y miró su reloj, calculando mentalmente el tiempo para volver al piso y gritar, teatral: «¡Me han matado a Marga!».